Venenillo: Cuando el plátano venció a la coca (I)

Preparar el mejor chifle, ese snack tan popular en las mesas del Perú, no se trata solo de cortar en pedazos cualquier plátano y arrojarlos a una sartén repleta de aceite hirviendo. Hace falta precisión. Tienes que saber que el palillo verde, y no el maduro, es el más adecuado. Tienes que saber que el aceite correcto es el de soya. Tienes que contar esos cinco minutos que dura la fritura, y luego dejar enfriar todo otros 10 minutos sobre un papel absorbente antes de servirlo. Solo así lograrás que esa delgada lámina de fruta tenga ese color “amarillito”, esa textura crujiente, con el equilibrio justo entre lo salado y lo ligeramente dulce.

De todo eso, muy poco sabían las tres amigas, socias y protagonistas de esta historia, cuando empezaron su negocio. “Al principio hemos sufrido, pero hemos aprendido”, se ríe Liz Rufino, 55 años, serrana y huanuqueña, con mandil, mascarilla y gorrito blancos, mientras mueve la manivela de la cortadora —“la chiflera”— que deja caer varias láminas de palillo en una freidora de acero con 12 litros de aceite súper caliente. “Antes, picando con cuchillo o con un rallador manual nomás era. Así hemos intentado, ¡y hemos hecho malograr todo el plátano! Ahora ya somos unas profesionales del chifle”.

Es una mañana soleada de mayo en Venenillo, un pequeño caserío de calles de tierra y casas de madera ubicado en la margen derecha del poderoso Huallaga, una selva montañosa y húmeda, donde unas 600 familias (sobre todo, migrantes andinos) se dedican a cultivar la tierra y al comercio minorista de abarrotes. Aunque la zona no es famosa precisamente por eso. Este valle, conocido como el Alto Huallaga, fue el escenario simultáneo de la corrupta prosperidad del narcotráfico —el cultivo masivo de hoja de coca— y de la guerra entre las Fuerzas Armadas y Sendero Luminoso a fines del siglo pasado. Ahora, sin embargo, la gente de Venenillo, testigos y sobrevivientes de esos años sangrientos, intentan vivir un tiempo nuevo: Liz Rufino, Arminda Zevallos y Graciela Ruiz, fundadoras de la asociación Warmi Aruj (“mujer trabajadora” en quechua) son testimonio de ello.

Desde finales de 2020, cuando el Perú sufría la más alta tasa de mortalidad por Covid-19 en el mundo, las tres madres y agricultoras recibieron más de 40 horas de capacitación y asistencia técnica para resistir la crisis económica causada por la pandemia. Por impulso del proyecto “Alianza por la Amazonía frente al Covid-19”, de la mano de Cedro y USAID, aprendieron sobre innovación y atención al cliente, manipulación de alimentos, registro sanitario, buenas prácticas de manufactura y otras habilidades para desarrollar sus talentos como emprendedoras.

Una semana atrás, por ejemplo, sus chifles de palillo fueron la sensación en la feria de Aucayacu, un pueblo cercano: vendieron 300 bolsas de 45 gramos y 20 bolsas de un kilo en cuestión de horas. Los chifles que preparan esta mañana, en un espacio iluminado de la casa de Liz Rufino, presidenta de “Warmi Aruj”, serán despachados a nueve bodegas de Venenillo. A pesar de que han tenido que buscar un reemplazo para Graciela Ruiz, una de las tres socias, por una lesión en la espalda mientras cosechaba plátanos, las emprendedoras cumplirán su trabajo.

“Si tienes coca, te agarran como narco, estás con temor, pero con cacao, con plátano, estás tranquilo. Antes no pensábamos en lo que hacíamos. Solo pensábamos en la plata, en comer, tomar”, dice Arminda Zevallos, mientras pone una pizca de sal sobre los chifles antes de embolsarlos. “Dios nos ha dado las plantas, es el hombre que las usa para el mal”.


No es posible saber, indica la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, cuánta gente fue exterminada en medio del fuego cruzado entre militares, terroristas y narcotraficantes en esta zona del Alto Huallaga. Solo queda la memoria de que fueron cadáveres de campesinos los que aparecían tirados en las trochas, quebradas y playas de los ríos.

Años después de terminado el régimen de Alberto Fujimori, muchos pobladores que habían abandonado sus viviendas y cultivos de coca por miedo a morir, regresaron a sus caseríos. Cuando Arminda Zevallos y su marido llegaron desde la sierra de Huánuco, “todo era monte nomás, el centro del caserío vacío, desolado”. Pero las chacras seguían cubiertas de cocales. Arminda y sus amigas también tenían los suyos.

“Salía como pan caliente, 400, 500 dólares cada tres meses por 25 arrobas de purita hoja. Nos alcanzaba para vivir”, cuenta Liz Rufino, que incluso tuvo su propio pozo de maceración. “Las autoridades no decían nada porque todos estaban en eso”. Mientras que para cultivar cacao se necesitaba dinero para el abono y esperar hasta un año para ver los frutos, “la coca es bien fácil sembrar: plantas y en tres meses ya estás sacando”, afirma Arminda Zevallos, cuya parcela hoy tiene solo platanales y cacao.

La ingeniera forestal Pamela Córdova, promotora del componente económico del proyecto “Alianza por la Amazonía frente al Covid-19”, era una veinteañera que hacía prácticas en Cedro durante esa época. Entre 2009 y 2014, viajaba por los caseríos del Alto Huallaga dando talleres de emprendimiento para mujeres. Una vez cierto líder cocalero irrumpió en la reunión y los amenazó: “¿Quiénes son de Cedro? ¡De acá los vamos a sacar cortando su pelo! ¡Los vamos a botar calatos!”.

Si bien las familias no querían dejar la coca, algunas personas ya no soportaban vivir así, con miedo y terror. Los operativos para desaparecer esta planta se hicieron cada vez más severos e impredecibles. Hasta 50 erradicadores llegaban temprano a los plantíos de Venenillo, bajaban en cuerdas desde un helicóptero, y arrancaban las plantas de raíz a punta de pico y machete.

La promotora Córdova cuenta que por esos días entrar a los caseríos después de la erradicación era fuerte: “Las casas abandonadas, cerradas, perros desnutridos. Cuando hacíamos los talleres, la gente estaba así, como cuando has castigado a un niño y se resigna”.

Aunque en el caso de Arminda Zevallos la razón de su cambio vino más por convicción que por resignación: “Mi hijo mayorcito estaba entrando en malas juntas, en eso de la droga. Gente que viene a jalar a los jóvenes a trabajar a los pozos. Hablé bastante con él, estaba rebelde. Ver que mi hijo andaba por el mal camino, después de tanta muerte que he visto… Creo que eso me hizo reflexionar”.


¿Era posible encontrar otro modo de ganarse la vida? Las emprendedoras lo intentaron. Entonces se dedicaron por entero a cultivar plátano y cacao en sus chacras; a criar sus gallinas, cuyes y patos. Cuando podían, vendían juanes, papita con huevo y cachangas con café, y así lograban sostenerse. También comenzaron a asistir a la Iglesia Alianza Cristiana de Venenillo, y allí fue donde, entre oraciones y alabanzas, las tres futuras socias se volvieron muy amigas.

Los años pasaron. Gracias a programas sociales como el Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (Foncodes), en 2018 las tres amigas decidieron participar de un concurso que financiaba emprendimientos. Solo tenían que crear una asociación y pensar en un proyecto.

Arminda Zevallos, que habla quechua, propuso el nombre: “Warmi Aruj”. ¿Y con qué proyecto postularían? ¿Comida? ¿Artesanías? “¡Tengo una idea!”, dijo Liz Rufino a sus amigas. “¿Por qué no hacer algo con el plátano? Acá tenemos bastante”. Así nació la idea de hacer chifles. El problema era que ninguna de las tres sabía bien cómo prepararlos.

“Como no sabíamos, agarrábamos el bellaco, un plátano con bastante almidón, que se nos quemaba rapidito. Luego usamos inguiri y el chifle terminaba todo blanqueado”. Para que les saliera amarillo, cuentan, le echaban cúrcuma en polvo o freían los chifles en manteca. “¡Y sabía bien feo, no pasaba nada!”. Así estuvieron experimentando hasta que un ingeniero amigo de Liz, que trabajaba en el municipio, le recomendó que utilizara plátano palillo verde y aceite de soya. “Hágalo así y te acordarás”, le dijo. “Te quedará amarillito, más suave, medio saladito, y te durará más”.

En abril de 2018 postularon con esos chifles a un concurso y ganaron ocho mil soles en implementos —rebanadora portátil, sartén, cocina mejorada, balanza, selladora de bolsas, ollas— para empezar su emprendimiento.

Desde ese día, las tres socias se organizaron para sacar adelante el negocio: Graciela se encarga de desmanar el racimo, remojar los plátanos en agua tibia, pelarlos y lavarlos nuevamente para quitarle la resina; Arminda, de cortarlos en láminas y freír todo en la chiflera de acero inoxidable, para que Liz, finalmente, deje a enfriar los chifles sobre un papel absorbente, les ponga una pizca de sal, los meta en bolsitas, les pegue una etiqueta y selle cada paquete con una máquina especial.

Al principio, les costó vender su producto. Ponían un puestito junto a la carretera, a 50 céntimos cada bolsita de 45 gramos. “Cuando recién empezamos vendíamos en las ferias de Tingo María, en los colegios, y hacíamos cuentas así nomás”, cuenta Arminda, “no sabíamos si ganábamos o perdíamos”. Como no producían tanto plátano palillo en su chacra, a veces tenían que comprar un racimo (de hasta 200 plátanos) a algún vecino. Con eso lograban hacer unas 150 bolsitas. Pero con ese ritmo de producción no podían abastecer a clientes que le pedían más bolsitas cada semana. Y en ese dilema estaban cuando llegó la pandemia en marzo de 2020 y, como tantas cosas en el mundo, el negocio se paralizó. ■

Conoce el desenlace de esta historia la próxima semana.


Texto escrito por Joseph Zárate –con fotografías de Omar Lucas– que forma parte de la publicación Alianza por la Amazonía frente al Covid-19. Fue publicada por CEDRO y USAID en el 2022.

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Redaccion Apacheta

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