Un bosque que crece en los cielos

Después del colegio y antes de los ocasionales partidos de fulbito con sus amigos, Jefferson Garay recolecta esquejes de los pequeños árboles de queñual que crecen muy cerca a su casa, ubicada en la comunidad de Ayash, a 3.800 metros sobre el nivel del mar y a 12 kilómetros del campamento minero de la empresa Antamina, en Áncash, al norte de Lima. Los esquejes son fragmentos que se separan del tallo para fines reproductivos. Jefferson, de nueve años, los corta cuidadosamente con una pequeña tijera y luego los junta en una bolsa para entregárselos a Hugo Garay, su papá, quien vende su producción anual de este arbusto a Antamina.

Hugo Garay aprendió todo sobre los queñuales por sus abuelos: la casa de ellos estaba construida con su madera. Al crecer, Hugo se dedicó a la agricultura. Hoy la venta de queñuales representa un ingreso importante para mantener a sus cinco hijos. Él armó un biohuerto donde crecen las plantas bajo extremo cuidado y constante atención, las mismas que luego Antamina planta dentro y fuera de sus operaciones como parte de un proyecto de reforestación que empezó con sus actividades hace 13 años. El proyecto Queñuales (también conocidos como Polylepis) ha plantado, dentro de la mina y en el valle de Conchucos, un total de 595 mil árboles. Cientos de hectáreas de nuevos bosques que hoy decoran el paisaje andino de las alturas de Áncash y que, a su vez, ayudan a controlar la erosión y a conservar la biodiversidad, mejorando la cosecha de agua y permitiendo la recarga de acuíferos.

Los comuneros mismos plantaron los queñuales, los cuales han impactado positivamente en sus vidas.

Cuatro veces al año, los ingenieros agrónomos de Antamina visitan Ayash para supervisar los biohuertos que han comenzado a crecer en las casas de los pobladores, quienes se han agrupado en la Asociación de Productores Forestales de Ayash-Pichiu para estar mejor organizados. “Hoy son muchas familias las que se dedican a esto. Por eso vendemos los queñuales como agrupación. Tenemos una asociación de productores”, cuenta Hugo Garay, mientras observa su biohuerto.

Los queñuales casi no se reproducen de forma natural, solo en ciertos suelos y climas muy especiales. Sin embargo, hace cientos de años, los hombres empezaron a cultivarlos gracias al controlado método de plantar los esquejes. Ya cuando los árboles tienen el tamaño adecuado, son llevados desde las comunidades en camiones para plantarlos en distintas áreas de Áncash. Y dentro y fuera de la mina, en donde han empezado a crecer bosques. Mientras eso ocurre, en Ayash, Jefferson Garay sigue buscando esquejes para los cultivos del próximo año. El niño sabe lo importante que son para su comunidad: por las tardes, cuando está libre, su máxima preocupación es que su pelota no caiga cerca del biohuerto, donde empiezan a nacer miles de pequeños queñuales. Es consciente de que a su cargo está cuidar este futuro bosque.


Dentro del bosque, ubicado en el mismo espacio donde está la operación de Antamina, escarabajos y mariposas recorren los árboles de queñuales, alzándose en las elevaciones de las instalaciones de la mina, donde camiones y obreros transitan sin pausa. Dentro del bosque la vida genera su propio sonido.

Este tipo de bosque, a más de 4.500 metros sobre el nivel del mar, permite ecosistemas que aún sorprenden a los científicos. En el 2009 se encontraron en los queñuales de Áncash cuatro nuevas especies no clasificadas: un ratón, una planta y dos escarabajos. Estas hoy están amenazadas no solo por el sobrepastoreo y la tala, sino por el cambio climático. Estos bosques también albergan casi el 50 % de especies de plantas herbáceas que son usadas medicinalmente por las comunidades locales y son el hogar de mamíferos mayores, como el puma, la vizcacha, el gato andino y la taruca. Por esto, al plantar queñuales —la única especie arbustiva y arbórea que crece a más de cuatro mil metros de altura— se protege un ecosistema enigmático, de cadenas alimenticias que pueden sobrevivir a bajas temperaturas basando su existencia en estos árboles que las resguardan del frío.

“Los queñuales atraen el agua para beneficio de toda la comunidad”, afirma Manuel Cruz.

Pero lograr el nacimiento de un bosque no es simple, exige cuidado. Los árboles que rodean Antamina están en una etapa joven de crecimiento. Primero se tuvo que acostumbrar a los queñuales plantados en las comunidades a una altura mayor. Habiendo crecido a 3.800 metros sobre el nivel del mar, subirlos de golpe a los 4.500 metros en los que se encuentran las operaciones mineras de Antamina, habría sido un error. Se hizo necesaria, entonces, una adaptación progresiva, regulando paulatinamente el riego y la sombra. Es preferible que las plantas —al igual que las personas— tengan un proceso de aclimatación. La segunda tarea fue luchar contra las plagas. Por eso, actualmente en el bosque de Antamina, algunos árboles están marcados con cintas amarillas. Estos son los queñuales que estaban afectados por pulgones, insectos que succionan la sabia elaborada y defecan en el tallo, produciendo una masa que genera hongos.

Edwin Onofre es el ingeniero ambiental de la empresa encargado del bosque dentro de la mina, y hoy, desde muy temprano, supervisa el estado de los tallos. Su objetivo es solucionar los problemas de plagas, pero con un retopersonal: no utilizar elementos químicos. “Sería fácil meter insecticidas, pero no, nosotros utilizamos controladores biológicos. Así, lo que hicimos fue soltar avispas”, dice Edwin, mirando atento los tallos, como quien observa el escenario de una guerra ecológica.

Las avispas son colocadas en estado larval en cada árbol para que al nacer se alimenten de los pulgones. Tener un bosque cerca de la mina no es un trabajo sencillo. Los queñuales son especies históricas de la zona, pero requieren de cuidados para crecer. Edwin Onofre creció rodeado de queñuales en Huancayo. “Los árboles absorben el dióxido de carbono y así minimizamos el impacto de la contaminación”, dice recitando un credo verde. Desde que inició sus trabajos, Antamina ha plantado 300 mil árboles en la zona de operación, mejorando el ambiente para los trabajadores, pero también como una forma de anticiparse al cierre de sus operaciones.

Las ramas de estos árboles también proveen la leña que es usada como fuente de energía.

Toda actividad minera tiene un cese: la idea de Antamina es generar un cierre progresivo, para que cuando sea el final de sus operaciones en el año 2025, la transición no sea tan compleja. Los árboles se han ganado el cariño de los trabajadores: ellos saben que favorecen a su respiración dándoles un aíre más limpio, con más oxígeno. Los mismos trabajadores contribuyen al crecimiento del bosque, ya que los residuos orgánicos del comedor son utilizados como abono para los queñuales, creando un círculo virtuoso: los trabajadores mejoran su calidad de vida gracias a estos árboles que continúan creciendo gracias a ellos.


Un grupo de jinetes se detiene en un lugar tupido del bosque de Conchucos, a casi 40 kilómetros de Antamina. El sitio tiene maleza en el suelo. “Aquí duermen los venados protegiéndose del frío”, dice Manuel Cruz, bajando del caballo y señalando el ichu. “Se está bien aquí. Se está muy bien”.

Manuel Cruz va caminando por el bosque ubicado en las laderas de un cerro al frente de Chacpar, la comunidad donde es presidente desde finales de los setenta, cuando regresó de Lima para hacerse cargo de las tierras de las que su familia sería dueña tras la reforma agraria. Cruz tenía una ventaja significativa frente a los demás comuneros: había estudiado la secundaria completa. “Antes no había árboles. No había nada de árboles”, cuenta señalando el bosque. Conoció a su esposa en Lima, cuando trabajaba en el puerto y ella en una casa. Construyeron su hogar en Chacpar y comenzaron a reforestar. Manuel Cruz convenció a los comuneros de que plantar miles de árboles era el camino correcto. Sembró pinos por la madera. Y queñuales para abastecerse de agua. Gracias a eso, Chacpar —una comunidad de casitas alejadas una de otra, con una escuela en el centro— hoy está rodeado de bosques en sus laderas. Lo más notorio de este impacto es la regulación del viento: con el crecimiento de los árboles ha dejado de ser ese golpe frío que antes resultaba tan incómodo.

Hace dos años, Antamina donó 295 mil queñuales en Conchucos, con el fin de impulsar la reforestación. Pero necesitaba ir más allá. Necesitaba el apoyo de los líderes comunales. La búsqueda de aliados ambientales los llevó hasta Manuel Cruz, del que se escuchaba un rumor: era un presidente de la comunidad al que no le importaba la política, pero sí cuidar y proteger el ecosistema. Una de las empresas mineras más importantes del mundo encontró en un poblador de Conchucos a uno de sus mejores aliados en su propósito conservacionista. Antamina donaría los árboles. Y Manuel se dedicaría a que la comunidad los cuidase.

“Polylepis sp”, nombre científico del queñual, significa “muchas pieles”, característica que le permite condensar agua en su corteza y luego depositarla en el suelo.

Esos queñuales crecieron y en nuestros días conforman un bosque donde hay aves, insectos, venados y vizcachas. Manuel Cruz ha generado reglas para proteger el lugar. No llevar animales a pastorear. No talar. No botar desperdicios. El objetivo para los comuneros es cuidar el medio ambiente. Pero a veces no pueden: este año un incendio azotó una parte del bosque. En una comunidad tan alejada donde el fuego se apaga con el tiempo, Manuel Cruz tuvo que ver con impotencia cómo sus queñuales desaparecían. Los culpables del incendio, según él, son políticos locales a los que no les gusta la competencia. Manuel Cruz no quiere lanzarse a ningún cargo. Lo que hace es por una razón más noble, importante y, para algunos, más difícil de comprender: su consigna es por el cuidado del planeta.

—Con estos árboles frenamos la contaminación. He visto cómo está afectando todo, el clima, los nevados —dice Manuel Cruz rodeado por los demás comuneros que llegan aquí a caballo. El presidente de la comunidad tiene manos fuertes, con dedos muy gruesos, algo que denota una vida apegada al trabajo en el campo. Lleva un sombrero marrón, y su lengua materna, así como la de toda la comunidad, es el quechua.

Empieza el atardecer y los jinetes regresan a casa. Manuel Cruz vive acompañado de sus tres perros. Sus hijos se mudaron a Chavín. Su esposa murió hace dos años, en un accidente de carretera, cuando volvía a casa. La misma carretera que él, como presidente de la comunidad, impulsó a que construyeran. Hoy, sus queñuales crecen altísimos en la tierra donde enterró a su esposa. “Ella me apoyaba con la reforestación. Nos encantaba caminar por el bosque. Mis queñuales me recuerdan tanto a ella…”, dice mientras recorre el bosque de regreso. El medio ambiente para Manuel Cruz es más que nunca una cruzada personal.


Crónica escrita por Carlos Portugal, con fotografías de Enrique Cúneo. Fue publicada por la iniciativa Biodiversidad y Empresa, del MINAM, en diciembre del 2015.

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Redaccion Apacheta

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