Los guardianes del bosque seco

Frente a la costa norte del Perú se levanta el bosque seco ecuatorial, un ecosistema único donde la palabra ‘seco’ no significa estéril, sino todo lo contrario. El bosque regula la temperatura, es el hábitat de una gran cantidad de especies –muchas endémicas–, provee de frutos, de madera y leña. Aunque no caiga una gota de lluvia en meses, cuando ésta llega, lo hace de manera intempestiva, provocando que corran arroyos que reverdecen el terreno. En él hay mucha vida y sin embargo está en peligro de desaparecer debido a las constantes invasiones y a la tala indiscriminada que practican las diferentes poblaciones. Que no suceda dependerá de que las acciones protectoras de un grupo reducido de agricultores prosperen.

A Bernardo Montalván no se le escapa ni un detalle; mientras el resto de sus compañeros se ajustan el traje protector, él termina de llenar el formulario. Adán, enfundado en un mameluco grueso de algodón se acomoda la máscara que le cubre la cabeza y parte del torso.

–¿Temperatura exterior?

–Menos de 35 grados celsius.

–Perfecto… ¿Tienen preparado el ahumador?

–Está preparado.

–¿Y la palanca universal?

–También.

Unos ayudan a los otros a fruncir la tela mosquitera que evitará cualquier ataque inesperado desde el exterior. Los primeros abandonan el módulo, un espacio rústico y tradicional de cinco por tres metros,, construido con palos de overo entrelazados y barro seco, que ha sido levantado en medio de un paisaje árido, aislado y silencioso; casi lunar.

Rosendo será el siguiente en salir. “Son las 11:00 am”, apunta Bernardo. “Objetivo: cosecha de las colmenas N° 28 y 30. Nos acompañan dos periodistas de Lima”.

Los seis caminan perfectamente uniformados y parecen realmente astronautas. Este grupo de apicultores, que recorre el bosque tal y como dictan las normas de la producción orgánica, nos guían hasta las 32 colmenas que cuidan desde 2006. Con esta actividad, además de ganarse la vida, protegen el buen funcionamiento del bosque. Pero no siempre ha sido así. Cambiar la mentalidad y abandonar la tala de árboles ha significado –parafraseando a Neil Armstrong– un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la comunidad.

–Nos resulta muy difícil proteger nuestro bosque porque somos pobres y no tenemos recursos suficientes –dice Bernardo. Todos son compañeros y viven en El Porvenir, una comunidad situada en el corazón del bosque seco de Olmos, uno de los distritos agrícolas y forestales más extensos y también más degradados del Perú.

Aunque estos apicultores tienen las mejores intenciones, lo cierto es que les está resultando muy difícil colocar sus productos en el mercado nacional. Actualmente tienen almacenadas más de dos toneladas de miel: no quieren venderlas a granel, pero tampoco han logrado crear una marca que les permita obtener ganancias. Empezaron con mucha ilusión, pero con el tiempo se han dado cuenta de que los consumidores peruanos no están dispuestos a pagar un precio más alto por la miel orgánica, por muchas certificaciones internacionales que tenga. No valoran que las normas que rigen este tipo de producción son muy exigentes y cuesta dinero implementarlas. Prefieren cantidad antes que calidad.


La mayoría de pobladores piensa que la principal amenaza del bosque es la pobreza crónica que existe en la cuenca, esa que les ha obligado a atentar contra la masa forestal.

En las últimas décadas la manera más rápida y segura que tenían de conseguir dinero era talar algarrobos, taras y overos para producir carbón vegetal. En los años setentas y ochentas del siglo pasado, los pobladores locales y foráneos arrasaron con el equivalente a mil campos de fútbol.

José Orellana, agricultor, extalador, y actualmente presidente de la Asociación de Protección de los Bosques Secos (Asprobos), confirma que se vendieron cientos de miles de pies cúbicos de palosanto para producir cajones de fruta; y de hualtaco, para el parquet que demandaba el pujante sector de la construcción. En un momento dado, José confiesa que pensaron que, si seguían talando a ese ritmo, lejos de enriquecerse terminarían más pobres.

–Por un lado, queremos conservar los bosques, pero por el otro también necesitamos aprovechar sus recursos –dice el presidente–. Los ecologistas que nos critican no se dan cuenta de que somos nosotros los que vivimos aquí y que necesitamos del bosque para dar de comer, educar y garantizar la salud de nuestros hijos.

En el 2002 Asprobos se presentó a una convocatoria del Programa de Pequeñas Donaciones del PNUD. El PPD es un programa presente en más de 100 países, que busca la conservación del medio ambiente y su manejo sostenible a través de iniciativas como la de esta asociación: una comunidad organizada, con un cierto grado de control de sus recursos naturales y convencida de que su bienestar depende de la ordenación racional de estos a largo plazo.

Cuando ganaron la financiación buscaron asesoramiento técnico y profesional. La ingeniera forestal Patricia Medina se encargó de evaluar las posibilidades del bosque y les recomendó apostar por la producción de miel orgánica y mermeladas. Fue así como un grupo de campesinos, que sólo producían miel convencional para autoconsumo, se convirtieron en apicultores orgánicos profesionales. La salud del bosque comenzaba su lenta recuperación.


Los árboles simbolizan la vida, y en Piedra Mora, también la historia. Las familias de este caserío son como sus algarrobos: de raíces profundas, tronco firme y ramas tupidas. Hace 30 años los tres hermanos Mayanga heredaron un terreno en un lugar remoto del bosque de Olmos. Néstor Mayanga, un hombre muy religioso, reunió a su esposa Isabel y sus cuatro hijos y comenzó su éxodo a través del páramo. Cuando se asentaron, en el verano de 1982, toda la propiedad estaba talada.

–Todo el bosque había desaparecido. Para colmo un incendio terminó de destruir lo que quedaba en pie –dice el productor–. Sin embargo, al año siguiente Dios se apiadó y nos mandó unas lluvias intensas que provocaron la resurrección del terreno.

Las semillas esparcidas por los rebaños de ovejas obraron el milagro de la germinación. “Creced y reproduciros” es el pasaje de la Biblia al que siempre regresa Néstor. Esta época de bonanza coincidió con el nacimiento de sus hijos más pequeños. Pocos años después llegaron los primeros nietos. El crecimiento de la familia de Néstor se ha dado en paralelo al de este bosque de algarrobos y zapotes.

La familia de Néstor Mayanga, además de trabajar el ganado ovino y caprino, produce algarrobina y miel orgánica.

Piedra Mora está formada por 16 familias que se dedican a la producción de miel orgánica, algarrobina, al cuidado de los rebaños de ovejas y cabras y a la agricultura de subsistencia. Juan, el hijo mayor de Néstor, de quien ha heredado su espíritu emprendedor, es el nuevo presidente de la Asociación de Apicultores de Pasaje Norte que fundó su padre.

–Comenzamos con cinco colmenas, ahora tenemos 25. Ahora sí podemos soñar.

–¿Y con qué sueñan?

–Soñamos con terminar de construir el local comunal y la miniplanta de procesamiento de miel y algarrobina. Queremos asegurar el futuro de nuestros hijos y que no tengan que migrar a la ciudad.


A unos cuantos kilómetros de Olmos, en el límite costero del bosque seco, unas campesinas y artesanas también están empeñadas en proteger los recursos naturales del bosque donde viven. Y lo hacen a su manera.

Para llegar hasta ellas avanzamos por una intrincada red de caminos de tierra en el distrito de Mórrope. Los algarrobos y zapotes, más escasos que en la cuenca alta, se mezclan con mangos, guabas y otros frutales. La cercanía del océano Pacífico hace que estas tierras sean salobres y malas para la agricultura y por eso muchos campesinos han optado por la pesca artesanal; y son sus esposas las que se han quedo a cargo de las chacras. Y algunas, las menos, producen prendas de algodón nativo para vender en los mercados locales.

–Mi papá sembraba dos o tres plantas para que mi mamá siempre tuviera algodón –recuerda Rosalía con nostalgia–. Es una tradición familiar. Desde que me casé, es mi marido quien ha mantenido las plantas para mí.

Es imposible que la artesana calcule el número de alforjas que, en 50 años, ha tejido para Pedro, su esposo. Las alforjas han sido la manera tradicional de cargar las herramientas menores, el pan y el fiambre en el campo. Aunque nunca han dejado de tejer, fue hace 10 años cuando el grupo de mujeres, encabezadas por Encarnación Bances, alias ‘Camucha’, creyó que podían ser una alternativa real para mejorar los ingresos familiares.

La comunidad Huaca de Barro, conformada por un puñado de casas, entre ellas la de Pedro y Rosalía, se asienta literalmente sobre una huaca mochica de 1.500 años de antigüedad. Es muy habitual que las estructuras actuales combinen las paredes de ladrillo y hormigón con los restos de muros milenarios de adobe que aún permanecen en pie.

Fueron precisamente los pueblos costeros precolombinos, como los moche, quienes comenzaron a sembrar el algodón nativo para confeccionar su ropa y sus redes de pescar. La variante ancestral del gossiypium barbadense perivianum, de fibra corta y copo prieto se caracteriza por tener motas de cinco colores diferentes. Entre los meses de abril y mayo la campiña de Mórrope se tiñe de canela, violeta, verde, crema y colorado.

–Antes no dábamos importancia al algodón nativo y por eso sólo lo sembrábamos en los bordes de las chacras –dice Máxima Llontop–. Recién hemos descubierto que es una fibra especial que puede sacarnos de la pobreza.


Lo que empezó como una afición se convirtió en profesión. Ellas querían seguir tejiendo, pero les faltaba la materia prima. Por eso en el 2003 un grupo de 30 mujeres de Huaca de Barro, Arbosol y Hornitos se organizaron para recuperar la planta olvidada. Para ello postularon al Programa de Pequeñas Donaciones y, tras pasar varias cribas, obtuvieron la financiación necesaria para intentarlo.

–Comenzamos muy intimidadas por el machismo. Nuestros maridos no querían que nos juntáramos para organizar el trabajo –recuerda Barbarita Santamaría–. Según ellos nuestro papel tenía que ser el atender la casa, a los hijos y a ellos, cuando regresaban del campo.

Ellas lo siguieron intentando y en el 2008 ganaron el premio Ecuatorial, un reconocimiento a nivel mundial al esfuerzo de las comunidades campesinas por reducir la pobreza a través de la conservación de la biodiversidad.

Ocho artesanas, vestidas a la vieja usanza –falda negra plisada y blusa de encaje blanca– nos cuentan cómo lograron recuperar la especie: “Organizamos un viaje hasta el límite del desierto costeño, a un lugar donde nos habían indicado que podíamos encontrar las últimas plantas asilvestradas pero el fenómeno de El Niño del 98 las había quemado”.

Benito Nicolás y los pobladores de Palo Blanco repueblan el bosque con taras, para evitar la erosión de los suelos y asegurar así el agua.

Se ofrecieron a comprar semillas a través de las radios locales, pero tampoco tuvieron éxito. Sin embargo, su suerte cambió cuando visitaron el caserío Monte Verde. Allí un campesino que escuchó su historia sacó de su casa unos almohadones viejos que descosió frente a ellas. De su interior cayeron los copos apelmazados de algodón que habían sido utilizados como relleno; y las últimas semillas que habían permanecido adheridas a ellos.

La asociación ha recuperado tres hectáreas y, actualmente, cosecha 35 quintales de la variedad nativa, la materia prima para confeccionar las prendas que han reconquistado el gusto de los agricultores de la cuenca alta, especialmente las alforjas. Benito Nicolás, el presidente de la Asociación para la Conservación del Valle de Chiñama (Acovach), otro convencido defensor el bosque seco ecuatorial, ha comenzado a utilizarlas por un tema de orgullo e identidad.


En el campo, las prisas no son buenas consejeras, la naturaleza tiene sus ciclos bien marcados; y Benito Nicolás los conoce al dedillo porque forman parte de su filosofía de vida. Él cree que el bosque sobrevivirá gracias a las pequeñas acciones impulsadas por la gente local.

–Necesitamos convertir la cuenca en una zona orgánica, libre de fertilizantes que castigan a nuestros suelos. Nosotros somos parte del bosque y entendemos que al protegerlo también cuidamos nuestra economía.

Esta corriente ambiental aterrizó en Palo Blanco por imitación a lo que sucedía en el caserío vecino. En El Choloque llegaron a la conclusión de que sus problemas necesitaban una solución global que involucrara a otros caseríos de la zona. La tala y la quema indiscriminada de árboles en la cabecera producía la degradación en los suelos y sus consecuencias afectaban a toda la cuenca.

En Palo Blanco siguieron el ejemplo y, organizados en mingas –trabajos comunales en los que intervienen grupos de 20 o 25 personas–, han instalado un vivero de taras, algarrobos y overos que servirán para repoblar las zonas degradadas. Después pretenden convencer a sus vecinos de Palacios, Cangrejera, Viarumi o Sauce, para que hagan lo mismo.

Percy López, responsable de apicultura de la Acovach, piensa que, además de la pobreza, la otra gran amenaza del bosque, es la falta de educación. Según el agricultor el futuro de la cuenca pasaría por que el gobierno invirtiera en la formación técnica de los jóvenes que todavía no han se han ido a la ciudad.

Los apicultores de El Choloque y El Porvenir, las artesanas de Mórrope o los agricultores de Palo Blanco o Piedra Mora trabajan por un mismo sueño: dejar el bosque seco como herencia a las próximas generaciones. Cada frasco de miel que cosechan, cada kilo de mermelada que venden, cada alforja que tejen está hecha con la esperanza de que sus hijos se formen como técnicos agrícolas, ingenieros forestales y se conviertan en los futuros protagonistas de su bosque.


Crónica escrita por Xabier Díaz de Cerio, con fotografías de Enrique Castro-Mendívil, que forma parte del libro El reino de los ecologistas eternos. Fue publicada por el Programa de Pequeñas Donaciones / PNUD en el 2010.

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Redaccion Apacheta

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