La yuca playera

Los sabios aguarunas que viven en la selva norte del Perú conocen más de doscientas variedades de yuca. Este tubérculo es rico en vitamina C y B, magnesio, potasio, calcio y hierro. Dicen que ayuda a los males de la próstata y reduce los niveles de colesterol y de hipertensión. En la selva se come todos los días, así como los chinos comen arroz. En Junín una de estas variedades ha cambiado la vida de las personas. Y una anónima historia de trabajo y amor estuvo detrás de todo esto.


Eran las 7 de la mañana cuando llegamos a este lugar al lado del río Perené rodeado de chacras de maní, café, plátano y naranja. Nos sentamos en una mesa, en la única sombra al lado de la cancha de fútbol que es rodeada por todas las casas de la comunidad. Una amable señora salió a buscarnos. Sin conocernos, se sentó a conversar con nosotros y trajo piña recién cosechada, jugosa, que al morderla se nos chorreaba por los cachetes. En Lima le dicen Golden y una pequeña puede valer 5 soles. A un lado de la carretera Marginal de la Selva, por la que se llega a este rincón de la Selva Central, se pueden conseguir a un nuevo sol. En Ubiriki, solo tienen que ir al patio trasero para encontrar una. Esta señora se llama Joaquina Gonzales. Llegó hace tres décadas de Apurímac cuando apenas bordeaba los quince años. Y así como ella, miles de personas tomaron el mismo camino. La migración andina hacia este rincón del país tuvo mayor intensidad después de la construcción de la carretera de Concepción a Satipo en 1940. Las cifras lo confirman: en ese mismo año, el 65% de la población peruana vivía pegada a los Andes y para 1980 se redujo a 38%. Más adelante, la demanda internacional de café y las reformas agrarias fortalecieron esta corriente colonizadora andina a la Selva Central. Los valles del Perené y Satipo fueron los más impactados al quedar rodeados de asentamientos de colonos. Había que buscar un mejor lugar para vivir y no se podían quedar esperando un milagro.

La comunidad nativa Santa Rosa de Ubiriki ha logrado que la producción de yuca sea tan importante como la del café.

Es el caso de la comunidad de Santa Rosa de Ubiriki con doscientos habitantes y ubicada a 600 metros sobre el nivel del mar. Fue creada en 1968 por ocho agricultores que llegaron de Apurímac, Huancayo y Ayacucho. Trasladaron la sabiduría de los Andes a la selva e hicieron de estas tierras grandes campos de cultivo. Plátano, papaya, frejol, maní, piña, kion, achiote y yuca son los productos que llenan sus 240 hectáreas y el 80% de lo que se produce se vende.


Una sonrisa es más que los dientes. Los ojos se achinan, las patas de gallo se hacen más intensas, la frente se arruga y las mejillas se inflan. Toda la cara cambia y contagia de buena energía al que la reciba. Así conquistó Rafael Aricoma, un nativo de Junín, a doña Joaquina Gonzales. Se conocieron cuando ninguno de los dos tenía edad para tener DNI pero decidieron seguir la vida juntos. Ambos eran huérfanos, no habían acabado el colegio y no tenían familia. Se sentían pobres y en lugar de verlo como algo negativo, lo vieron como una ventaja: no habrían pretensiones de ningún tipo y lucharían juntos para crecer de la mano. Una tía de Rafael llamada Luisa Gutiérrez les cedió una chacra en Santa Rosa de Ubiriki para que puedan tener qué comer. Y así, sin querer queriendo, ellos se volverían los causantes de la nueva revolución de la yuca en las restingas del río Perené.

La evidencia más antigua del cultivo de yuca o mandioca está en el Perú hace 4 mil años y se deduce que fue uno de los primeros tubérculos domesticados en América. Las culturas Paracas, Moche y Nazca la representaron en sus cerámicas y textiles. Fue la base de la alimentación de los nativos campa, amuesha y asháninka que vivían en la Selva Central y hasta hace unos cincuenta años atrás representaba el 70% de sus cultivos. Esta situación ha ido cambiando por la migración andina, ya que llegaron productos más comerciales como el plátano, el maní o los cítricos. A pesar de los cambios, este es un tubérculo muy apreciado por su fácil adaptabilidad a los distintos ambientes y su alta producción sin importar que se encuentre en suelos poco fértiles. Es la séptima mayor fuente de alimentos básicos del mundo y a pesar de que en el Perú es un cultivo tradicional, el país no se encuentra entre los mayores quince productores del planeta. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, Nigeria es el primer país en esta lista, con una producción anual que ronda las 34 millones de toneladas, una cifra muy lejana de las 105 mil que se cosechan en el Perú.

En esta parte de la selva central del Perú, las familias decidieron ser diferentes y empezar a cuidar sus tierras.

La señora Luisa Gutierrez, la guía de Rafael y Joaquina, fue una de las primeras pobladoras de Santa Rosa. Hace 25 años, además de enseñarle a esta pareja de jóvenes los secretos para trabajar la tierra, les entregó una semilla de yuca que había traído de Pucallpa. Lo único que les pidió fue que no se la entregaran a nadie. Era la yuca racacha. Suave, rica y grande. No necesita ningún pesticida, no le atacan las plagas, crece mejor en arena que en la tierra de monte, y en seis meses ya se puede comer, contraria a las demás variedades a las que hay que esperar nueve o diez. Estas características les hizo darse cuenta de que podrían sembrar en las playas (restingas) que se forman a los lados del río en la época seca y evitar perder sus cultivos cuando el caudal suba. Sembraron y todos sus vecinos se interesaron. Hasta ese momento solo trabajaban dos especies de yuca: camerún y amarilla. Rafael Aricoma no pudo con su genio también generoso y fue regalando semillas a la comunidad. “Todos tenemos derecho a estar bien”, pensaba. Al año siguiente todos sus vecinos producían yuca racacha. Actualmente, por cada hectárea de este tubérculo obtienen una ganancia de 7 mil soles.


A partir de las 8 de la mañana todos empiezan a buscar sombra porque el sol aplatana el cuerpo. A pesar de ello, hombres y mujeres de Santa Rosa se alistan para hacer el trabajo comunal en medio del río Perené, demostrando que a pesar de la modernidad, la minka, una costumbre milenaria de trabajo colectivo a favor de la comunidad, sigue vigente y es necesaria en lugares donde el Estado llega con dificultad y la gente se siente más desprotegida. En Ubiriki la misión era seguir construyendo la defensa ribereña para impedir que la pronta crecida se lleve los cultivos que todavía no cosechan.

Todos se han unido para lograr que la agricultura bien llevada sea el motor para sus ingresos. Así los más pequeños podrán tener un mejor futuro.

Al final de la década de los ochenta, en Santa Rosa de Ubiriki empezaron a sentir que algo estaba cambiando. Huaycos devastadores destruyeron chacras y casas, además de acabar con cientos de vidas. Nuevas plagas y sequías más intensas terminaron con los cultivos. Las lluvias se hicieron impredecibles, así como las inundaciones. La población fue testigo del aumento de la temperatura y de los cambios en la temporalidad de las inundaciones a causa de las crecientes de los ríos. La organización que tenían los pobladores en sus chacras se alteró y muchas cosas se tuvieron que replantear. Buscaron otras alternativas para no verse afectados por estos inusuales aprietos. En esa época pocos sabían qué era cambio climático, pero lo iban sintiendo. En este sentido, la siembra de esta variedad de yuca ha sido una gran opción, pues tiene ciclos cortos de aprovechamiento y, por ello, no es afectada por las inundaciones en los meses de lluvias. Así es posible contar con este cultivo y la comunidad no es afectada.

Los pobladores hoy pueden ser conscientes del cambio climático y tomar medidas para prevenir sus impactos. Sembrar yuca racacha aprovechando las restingas es una buena forma de esperar listos los cambios de la naturaleza. La idea de la comunidad es seguir buscando cultivos alternativos, extirpar el uso de pesticidas en sus chacras y trabajar lo más natural y orgánico posible. Sin embargo, persisten algunos problemas relacionados con la educación ambiental. Por ejemplo, hay quienes tiran el plástico al suelo como si fuera una cascara de coco. Basta caminar por los cultivos de naranjas para encontrar botellas de plástico y paquetes de galletas como si fueran hojas en el suelo. Hoy la comunidad está empeñada en cambiar esta situación. Las familias son conscientes de que cuidar su entorno es tarea de todos.

Cuando el río baja, se forman playas en sus orillas que son tomadas para sembrar la yuca, la cual estará lista para cosechar antes de que se inunde todo.

En el río, una maquina retroexcavadora iba moviendo las rocas a un lado mientras las personas las acomodaban construyendo un muro. De pronto esta gigante maquina amarilla quitó cientos de piedras de una sola movida y muchos peces empezaron a brincar al verse descubiertos. Todos fueron a cazarlos. Anguilas, chupadoras y carachamas son las que abundan en este rincón del centro del Perú. Todos cogen palos y bolsas y van tras los peces. Sonríen porque para ellos buscar comida representa un acto de jolgorio. Levantan una piedra y sale un pez. Mueven un árbol y cae una fruta. Joaquina y Rafael también se ríen y van llenando su bolsa con comida fresca que les cuesta unos cuantos saltos y risas.

Joaquina regresó a Apurímac hace cinco años. No se sintió cómoda en su tierra natal. El frío la torturaba, la comida no le gustaba, le parecía un poco cara y menos fresca. En menos de una semana estaba tomando el bus de regreso a su casa en donde, a pesar de las pocas oportunidades, nunca morirá de hambre, ni tendrá frío, siempre tendrá al lado personas que se preocupan por ella, un clima cálido y un esposo que le seguirá llenando el espíritu con su generosa sonrisa. ■


Crónica escrita por Jack Lo –con fotografías de Enrique Cúneo– que forma parte del libro Lecciones de la Tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

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Redaccion Apacheta

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