La voz puede ser un río transformador

“Pero… ¿quién se cree esta mujer?, ¿es que no tiene un marido que la sepa mandar?” Así le dijeron a Catalina durante la última reunión de la Comisión de Usuarios de Agua de Mochumí, un caserío situado en la cuenca baja del río Chancay-Lambayeque. Catalina es vocal de esa organización, mientras ella pedía explicaciones sobre el manejo del dinero, algunos compañeros salieron con ese comentario. No era la primera vez.

Catalina Chapoñán tiene 58 años; es madre, agricultora, usuaria del agua y no tiene marido. “Aprendí a defender mis derechos a la fuerza cuando me quedé sola a los 32 años, con ocho hijos, el mayor de 14”, dice Catalina. “No tenía recursos para sembrar ni para pagar a los peones; las tierras no estaban a mi nombre y del campo solo se ocupaba mi marido”.

Catalina rechaza el comentario que señala que las mujeres son menos importantes, y piensa que no están para quedarse calladas

Aquel año, Catalina logró que una empresa agrícola le otorgara un crédito y, aunque le hicieron hipotecar sus tierras —ella no sabía ni cómo—, pudo salvar la cosecha: vendió el arroz a buen precio, pagó las deudas, invirtió en la educación de todos sus hijos y guardó lo suficiente para comprar las semillas de la siguiente campaña agrícola. No quería depender de nadie nunca más. También aprendió a reclamar por sus derechos sobre el agua, primero como usuaria y luego como dirigente. “Las mujeres estamos acostumbradas a administrar la economía familiar y esa experiencia la aplicamos ahora a la gestión del agua. Pensamos más en el bien de todos los usuarios y no en nuestro beneficio personal”.


“No se escucha la voz de las mujeres. Muchas son líderes innatas, pero su influencia se limita a los espacios que le asigna una sociedad aún muy machista”, comenta Laura Silva, directora de la Dirección de Organizaciones de Usuarios del Agua (DOUA) de la Autoridad Nacional del Agua (ANA). “Las agricultoras deberían acceder a los espacios de gestión donde se deciden los asuntos importantes que les afectan en su día a día; como es el agua”, dice la ingeniera.

La ANA tiene registrados a 719 041 usuarios del agua a nivel nacional, organizados en 126 juntas y 1 685 comisiones que están repartidas por todo el país. Aunque la ley indica que el agua es un recurso público, el fortalecimiento de estas organizaciones es una tarea pendiente para asegurar que el recurso llegue a todos —en cantidad, calidad y oportunidad— por igual.

La preocupación por la escasez de agua a nivel mundial, su contaminación, el cambio climático o las prácticas sectoriales aisladas han planteado que la modernización del sector esté basada en una gestión integrada de los recursos hídricos. En la práctica, esto implica un enfoque participativo y el reconocimiento del rol central que cumplen las mujeres en su provisión, administración y cuidado.

Frente a esta tendencia, nuestra sociedad mantiene todavía un enfoque demasiado ‘masculino’ sobre el agua, y la destina a acciones productivas, principalmente agrícolas. “Las mujeres nos preocupamos del campo, pero también por otros temas que están relacionados con el agua, como la salud y el saneamiento en nuestros hogares o la educación de nuestros hijos”, señala Clara Vásquez, una usuaria de la localidad de Capote.

Este sesgo es también notable al interior de las organizaciones de usuarios del agua: de los 964 cargos directivos que existen a nivel nacional, menos del 10% están ocupados por mujeres. El machismo, la dificultad para acceder a la titularidad de las tierras o la falta de formación de las mujeres son problemas congénitos difíciles de erradicar en el mundo rural.

Clara Vásquez durante uno de los talleres de capacitación, que ayudan a las usuarias a vencer el miedo de expresar lo que piensan en público.

Aunque no es del todo la excepción, la cuenca del río Chancay-Lambayeque comienza a mostrar la ruta hacia una gobernanza moderna del agua.

Actualmente, su junta de usuarios del agua es la más grande del país —reúne a más de 30 000 personas— y por primera vez dos mujeres forman parte de su consejo directivo. Aunque no son las únicas: la gerente, la contadora general, la responsable de planificación y presupuestos, las responsables de capacitación y comunicación, y del área de Atención al Usuario también son mujeres. “Si estamos asumiendo estos cargos es porque los usuarios han observado que los resultados son positivos”, afirma Lidia Gaona la gerente de la JUCHL.

“Las mujeres son más honestas y confiables”, comenta Jorge Figueroa, presidente de la Junta y responsable, junto a su directorio, de haber puesto por primera vez en el país a una mujer al frente de la gerencia. “A las mujeres no les gusta meterse en temas de corrupción; son mucho más directas y transparentes, características que benefician mucho a nuestras organizaciones. El caso de Lidia demuestra cómo una mujer con una sólida preparación técnica ha accedido a un cargo de gran responsabilidad”.


La vida de Lidia Gaona ha sido tan complicada como el cauce de un río de montaña. Que hoy en día sea ingeniera agrícola fue casi un milagro. Tuvo que huir de su Cajamarca natal, por la noche, ayudada por su madre porque su padre se negaba a que ingresara a la universidad. Después, en la Pedro Ruiz Gallo de Lambayeque, tuvo que vencer otros prejuicios por querer cursar una ‘carrera de hombres’. Aunque han pasado más de tres décadas, los ojos de Lidia todavía se llenan de brillo cuando recuerda esa experiencia. Y su carácter se mimetiza con el agua, un recurso al que ha dedicado toda su vida profesional. Por momentos, es tranquilo y delicado como un arroyo; y en otros, intenso y poderoso como una catarata. Ella sabe cuándo toca asumir cada papel.

Su bautizo profesional se produjo en los canales de riego de Ferreñafe, durante el fenómeno El Niño de 1998: el agua había arrasado toda la infraestructura hidráulica y ella fue parte del equipo que trabajó sin descanso para reconstruirla y salvar la cosecha de los agricultores. Posteriormente, buscó trabajo en Lima, pero en la capital descubrió que lo suyo era el campo. Lo suyo, de hecho, era el agua y regresó a Chiclayo para postular a una plaza en la Junta que ganó por mérito propio.

Lidia Gaona destaca la importancia de que se fomenten espacios de diálogo en el que se aborde los derechos y obligaciones de las mujeres.

En 2001 asumió la dirección del área de mantenimiento de 3 410 km de canales, algunos precolombinos, que son las venas que conducen la vida hasta los campos de caña, arroz y frutales por un territorio dominado por el bosque seco y los algarrobos. La represa de Tinajones es el corazón de todo el sistema, el músculo capaz de proveer agua a cada rincón de la cuenca baja. Lidia es consciente de que el progreso de los agricultores depende del buen del trabajo que haga su equipo.

“Mi labor consiste en evitar los conflictos y lograr un buen engranaje entre las acciones de la junta y las de las quince comisiones”, señala la ingeniera. Según Lidia, la palabra mágica es ‘diálogo’ y cree que las mujeres están más que preparadas para manejar los temas técnicos y sociales a la vez que generan un clima de confianza y reconocimiento. “El hecho de ser mujeres no nos limita. Nosotras podemos con todas nuestras obligaciones: las de nuestro trabajo y las que nos impone la sociedad machista en el hogar. Yo soy madre y profesional y nunca he dejado las cosas a medias”.


“Las mujeres podemos con todo porque somos muy organizadas”. La frase es de Haydeé de la Cruz, presidenta del Comité de Usuarias del Agua de Ferreñafe. Ella estudió enfermería, pero prefirió apoyar a su familia en el cultivo de caña. “Antes las mujeres pasábamos de depender del padre a depender del marido”. Haydeé rompió esa tradición y cuando heredó las tierras de su familia, fue ella quien se inscribió como titular de aquella parcela.

También fue la primera mujer ‘caporal’ en Ferreñafe, asumiendo durante años la limpieza y mantenimiento de las acequias de su sector: “Dirigí a un montón de hombres, y aunque al principio cuestionaban mis decisiones, jamás me faltaron el respeto”.

En esa época, Haydeé se levantaba a las cuatro de la madrugada para cocinar y dejar preparado el desayuno para su familia. A las cinco de la mañana acompañaba a su esposo al cañaveral. A las siete regresaba a su casa, levantaba a sus hijos y los acompañaba al colegio. Después volvía al campo hasta las doce, hora a la que llegaba a casa para cocinar el almuerzo. Los chicos aparecían a la una, comían y salían a la calle a jugar; ella tomaba una movilidad que la llevaba de nuevo a la chacra. Por la tarde, tipo cuatro, organizaba el día siguiente y dedicaba un tiempo al comité de usuarias o a sus obligaciones como caporal; eso siempre y cuando no tuviera reunión del comité de aulas del colegio, “porque las madres también hemos sido las responsables de la educación de nuestros hijos”. Hoy, los tres hijos de Haydeé son profesionales.

Haydeé de la Cruz está convencida de que las mujeres pueden analizar los problemas de una forma más integral y por eso aportan soluciones más realistas.

Gregorio Quiroz, presidente de la Comisión de Usuarios de Capote, reconoce el mérito y la fortaleza de las mujeres rurales lambayecanas: “Siempre están muy activas, proyectándose, y tienen una mirada más integral de los asuntos, a diferencia de los hombres que nos concentramos en solucionar problemas más puntuales. Las mujeres deben ganar espacio y nosotros debemos facilitarlo”.


Gregorio llega al fundo El Mango para apoyar la iniciativa de Clara Vásquez, una usuaria que pertenece a su comisión de regantes. Lo hace con otros dos miembros de su directiva; todos hombres. Clara es una mujer especial y muy querida por las agricultoras, porque con su iniciativa ha logrado librarlas de la marginación. Clara se ha propuesto cerrar la brecha educativa organizando, de forma autodidacta, “talleres de capacitación ‘solo para mujeres’, aunque también están invitados sus esposos”, dice la agricultora. “Muchas mujeres carecemos de formación y las capacitaciones que nos dan los ingenieros son demasiado técnicas e incomprensibles. Las usuarias salimos de ellas más confundidas, eso nos genera miedo e inseguridad y nos callamos en las asambleas para no hacer el ridículo”.

Clara Vásquez ha repartido cartulinas y plumones entre las asistentes a su taller para que describan cómo se sienten. “Lo hago así para que no se ‘chupen’ y se expresen con confianza”, dice la nueva capacitadora. “Antes de que adquieran conocimientos técnicos, necesito reconstruir su autoestima. En este espacio más que compañeras somos hermanas”.

Las usuarias de Capote ven a Clara como una mujer fuerte y decidida, pero ella confiesa que, aunque trata de disimularlo, también se muere de miedo. Ella es muy valiente por admitirlo; no es miedo lo que siente, se trata de respeto, de responsabilidad ante la trascendencia que han adquirido sus talleres. Ahora las mujeres hablan entre ellas de los problemas del agua; el siguiente paso será que lo hagan en las asambleas frente al resto de usuarios. Algunas ya se han animado a dar este salto.


Un río comienza pequeño, discreto, casi insignificante. En su recorrido se va alimentando de afluentes que lo hacen crecer, evolucionar. Ya en la cuenca baja su caudal, se vuelve más lento, pero también más sabio y fertiliza las tierras; las vuelve productivas. A los 67 años, está claro que la vida de Nora Salazar es como ese río.

Hace veinte años la cooperativa agrícola donde trabajaba se disolvió y Nora, como contraprestación, recibió un lote de tierras. La secretaria ejecutiva de aquella institución se convirtió en agricultora, y como titular de las fincas, también en usuaria del agua. A partir de entonces comenzó a soportar un rosario de dificultades.

“Nosotras participamos de la agricultura al igual que los hombres. Antes veníamos a la Junta a reclamar el derecho al agua y nos decían que ‘eso’ era tarea de nuestros esposos”. Ese tipo de reacciones le motivó a crear un comité de damas en Ferreñafe que evitara su marginación por el hecho de ser mujeres. “En las primeras reuniones nos costaba interpretar las leyes y entender los reglamentos, pero aquello no fue impedimento para involucrarnos en la actividad agrícola. Nuestro deseo de aprender siempre ha sido mucho más fuerte”.

Nora también cuenta con la experiencia de sumergirse literalmente en la problemática del agua cuando fue la presidenta del comité del canal de regadío de su pueblo y se metía en el cauce para entender por qué se arenaba. Ahora sufre de artrosis, pero más que las piernas y las manos, lo que le duele es que el agua no llegue a todos por igual. Por eso, cuando en 2016 le invitaron a postular al cargo de consejera de la Junta de Usuarios del Agua, ella aceptó sin dudarlo.

Por primera vez en 46 años, dos mujeres forman parte del máximo órgano de decisión de la Junta.

Desde el año pasado, Nora Salazar y Magdalena Puyen han alcanzado un nivel de representación femenino inédito en los 46 años de historia de la Junta de Usuarios del Agua de la Cuenca Chancay Lambayeque, al formar parte de su consejo directivo. Ellas están poniendo en agenda temas como la contaminación, el cambio climático, los problemas de salud, los cuales también están relacionados con el agua, pero que apenas se discutían con anterioridad.

La gerente actual, Lidia Gaona, cree que con Nora y Magdalena como consejeras la Junta ha mejorado notablemente su nivel de análisis y participación. “Ahora se siente un mayor respeto entre todos los miembros y se toman las decisiones con mayor responsabilidad”, explica la ingeniera. Ellas han logrado que el resto de consejeros vayan más al campo y no se conformen con los informes que remiten los técnicos. Gracias a esta forma de gestión, hoy se ha creado un espacio para cuestionar si las cosas también pueden ser de otra manera, donde las mujeres ya no están relegadas, donde ahora tienen voz. ■


Crónica escrita por Xabier Díaz de Cerio –con fotografías de Omar Lucas– que forma parte de la serie Mujeres del Agua. Fue publicada por el MIDAGRI y la ANA en el 2019.

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Redaccion Apacheta

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