La vida secreta de los algarrobos

José Juárez Carmen dirá que en un inicio tuvo serias dudas, pero que finalmente decidió aceptar lo que le proponían porque aquello significaba una ligera esperanza en un lugar en donde nunca las había. El lugar era Locuto, distrito de Tambogrande, un caserío a 70 kilómetros de la ciudad de Piura, inmerso en pleno bosque seco norteño y atrapado en la pobreza más extrema. Era 1994, y él tenía dudas. Serias dudas. José Juárez no lo sabrá, pero reconocer su escepticismo será clave para entender esta historia.

Es un jueves de agosto, 11 de la mañana, y el sol de Piura es tan fuerte que te hace sentir como si estuvieras atrapado en un microondas. Aunque a nadie parece importarle demasiado el calor en la pequeña planta de producción de algarrobina de la empresa comunal Santa María de Locuto: allí, Winston Juárez Arroyo y Albino Vicente Saucedo supervisan los dos peroles en donde se hierve, por segunda vez en este día, 80 kilos de vainas de algarroba. En medio de breves olas de humo que enceguecen y un olor tan intenso que adormece la nariz, ambos hacen bromas mientras tres socios de la empresa comunal se dedican a labores de limpieza.

La planta se encuentra a un extremo del caserío: lo que en otros lugares del Perú podría significar encontrarse a un extremo de la nada. En Locuto, sin embargo, la modesta planta representa una edificación de 100 metros cuadrados con un extenso terreno de 13 mil hectáreas de bosque seco de propiedad de sus 32 socios.

El objetivo de la empresa comunal es realizar actividades productivas que, a su vez, protejan la biodiversidad y el medio ambiente. Se han plantado árboles de algarrobo y otras especies en el bosque seco para crear un trabajo sostenible en el tiempo. Su entorno es el que los provee de la materia prima para sus productos: algarrobina, café de algarrobo, algarropolvo y miel de abeja orgánica. Todos de fácil asimilación y altamente energéticos.

La empresa comunal Santa María de Locuto es integrada por mujeres y hombres de diversas edades. José Juárez Carmen (primero de la izquierda) es uno de los socios más antiguos.

 —Antes nosotros sabíamos muy poco sobre la conservación del bosque. Y cuando se hablaba de ello se sentía como algo muy lejano —dice Winston Juárez Arroyo, enfundado en un impecable mameluco blanco. Winston tiene 23 años, una gorrita azul y un diploma como técnico en computación—. Yo llegué a la asociación por mi papá. Cuando él se jubiló, me transfirió sus derechos.

De eso ya hace cuatro años. Mientras sacaba su título, a Winston no le pareció mala idea venir a trabajar aquí. Se lo planteó como algo momentáneo. Su sueño era dedicarse a la informática, por eso nunca imaginó que terminaría quedándose.

—Uno no sabe cómo es este trabajo hasta que está adentro —dice Winston, y luego sus ojos se le encienden—. Ver que compran las cosas que uno hace, ver que se protege el lugar donde uno ha nacido, ver que otras personas en Locuto también se agrupan porque nos toman de ejemplo. Todo eso es gratificante.

La historia de la empresa comunal Santa María de Locuto es muy parecida a tantas otras: hace algunos años muchas familias del caserío se unieron para pensar juntas en maneras de generar ingresos y salir de ese remolino sin fin que es la pobreza. Creer, sin embargo, puede ser a veces más duro que la pobreza misma: las familias que se habían unido en Locuto fueron reduciéndose al ver que no había resultados rápidos. Lo que tenían claro, en todo caso, era que necesitaban especializarse, tener más conocimientos. Entonces buscaron asesoría. Y en esa búsqueda escucharon sobre el Programa de Pequeñas Donaciones (PPD) del PNUD: postularon y se aprobó financiarlos. En contraparte, los socios debían de poner la mano de obra.

El trabajo en la empresa comunal empieza muy temprano, entre las 6 y 7 a.m.

El bosque seco de Piura es el más extenso del Perú y no alcanzarían los dedos de ambas manos si se deseara enumerar sus bondades. En palabras sencillas, el bosque piurano es importante porque, además de cumplir un rol productivo y ecológico, posee una gran variedad de especies valiosas que solo crecen en esta región del país. A pesar de ello, a causa de la tala ilegal, el bosque seco pierde 14 mil hectáreas al año.  

—Yo empecé limpiando y barriendo, pero ahora ayudo en todo lo que puedo. Poco a poco he ido aprendiendo más cosas —cuenta Flora Domínguez, quien se convirtió en la primera socia de la asociación cuando murió su esposo en el 2008. Ella tiene 57 años, la mirada tímida, la voz baja y dos hijas adolescentes.

A Flora le gustaría que ellas también participaran de la asociación, pero, según sus propias palabras, les interesan otro tipo de cosas.  En caseríos como Locuto, otro tipo de cosas significa escapar a lugares más desarrollados —como Piura, Chiclayo, Trujillo; o si se puede más lejos, llegar incluso a Lima— y buscar trabajo. Sin importar lo que se encuentre: lo fundamental es salir, huir, escapar.

—Uno crece escuchando que amigos o conocidos se han ido a otras ciudades y les ha ido bien. Que han progresado. Es curioso, porque uno nunca escucha sobre la gente a la que le ha ido mal —dice Winston Juárez.

Winston ha decidido quedarse. Aunque esto no significa que haya sacado de su mente la idea de dedicarse algún día a su profesión. Todo lo contrario: quiere introducir sus conocimientos a la empresa comunal.

—La tecnología hace crecer a las empresas. Podemos vender por Internet. O llevar mejor nuestra contabilidad gracias a la informática.

La miel orgánica es certificada por Bio Latina, institución líder en este campo en Latinoamérica.

Santa María de Locuto es el proyecto más grande y organizado que tiene el PPD en Piura. Y ha sido ejemplo para otras asociaciones de esta parte del norte del Perú. Las vidas de los pobladores de Locuto son vidas sencillas, muchas veces anónimas y cada una con historias diferentes detrás. Realidades como la de José Juárez Carmen, uno de los primeros socios de la asociación, quien resume así su propio proceso de aprendizaje en esta asociación:

—Puede parecer increíble, pero recién hace tres años empecé a hacer algarrobina. Antes manejaba más que todo el motor o la máquina de tostar o moler. Pero acá es inevitable aprender de todos —dice—. Es como una pequeña escuela donde se enseña desde cosas sencillísimas hasta procesos complejos. 

José Juárez tiene 53 años, un bigote breve, los ojos pequeños, las manos grandes y las frases fluidas. Y dentro de algunas horas, confesará que la asociación le cambió la vida. Y luego dará un argumento tan sólido y contundente como un algarrobo de 50 años.


En el caserío de Santiaguero, distrito de Chulucanas, en Piura, no hay muchas cosas: algunas casas pequeñas, una escuela humilde, una larga trocha como camino, un par de temas de conversación. Entre tanta desolación, el primer asunto del que uno escucha hablar es un poco evidente. El segundo, sin embargo, parece el hipersueño de un niño-travieso-amante-de-los-insectos: en Santiaguero, en donde no hay agua potable ni luz eléctrica ni un centro de salud, todos hablan de abejas. De africanas, de criollas, de sus panales, de su miel, de sus ciclos de producción. Lo hacen grandes y chicos, en cualquier lugar y a cualquier momento. Y las describen con emoción, mucha emoción, casi olvidándose de la pobreza, ese otro gran tema del que también todos hablan.

—Hay que cuidarlas mucho. Hay que alimentarlas, darles agua; estar pendiente de ellas como si fueran tu familia —dice Jesús Litano, 30 años, piel tostada, manos grandes, ojos alargados como los de una abeja—. Por eso creo que me gustan desde niño: hay que tenerles mucha dedicación, a pesar de que produzcan miel solo una vez al año.

Jesús es el responsable principal del apiario de la Asociación María de los Ángeles de Chulucanas, que cuenta con 50 socios y es financiada por el PPD. Vive con su familia a un kilómetro del lugar donde se encuentran las colmenas. Él y sus cinco hermanos deben trabajar duro para sostener a una familia que siempre ha vivido en Santiaguero.

—Creo que lo más importante que hemos logrado en todo este tiempo ha sido fortalecernos como comunidad —afirma Gregorio Maza Pasachi, el presidente de la asociación—. Antes muchos producían miel de manera independiente, cada uno por separado. Ahora, gracias a que nos hemos unido, se puede hacer miel orgánica, que es de mejor calidad y con mejores procesos.

Jesús Litano es el encargado principal del apiario de la Asociación María de los Ángeles de Chulucanas.

La miel orgánica es, básicamente, el néctar de las flores recolectado por las abejas en un contexto libre de todo tipo de contaminación: los apiarios están alejados como mínimo a tres kilómetros de desagües, pistas asfaltadas, basurales, caseríos con población abundante y, sobre todo, terrenos de cultivo en donde se utilizan agroquímicos. Además, los instrumentos son de acero inoxidable. Todas estas características hacen que la miel orgánica sea más costosa que la miel convencional, la cual se produce en cualquier lugar. La miel orgánica de los proyectos financiados por el PPD está certificada por Bio Latina, una institución líder en sistemas de certificación en Latinoamérica. Igual sucede con su algarrobina, algarropolvo y el café de algarrobo. 

En Santiaguero, como en Locuto, se ha reforestado el bosque seco con algarrobos en muchas de las 130 hectáreas de la asociación para crear actividades productivas de manera sostenible.

—Antes quién iba a imaginar que esto podía suceder. Cuando yo era niño veía cómo se cortaba a diario los árboles; sobre todo los algarrobos para leña y fuego —dice Simón Ramos Mendoza, de 34 años, uno de los socios de María de los Ángeles—. Nadie sabía qué era conservar la naturaleza.

La asociación tiene en la actualidad 50 socios, pero en la planta solo trabajan seis de manera constante, sin que aquello signifique un sueldo estable: este depende de lo que se produzca. Así, muchos tienen actividades paralelas, como criar cabras y ovejas.

Considerando estos oficios, gracias al PPD y la asociación, se ha trabajado también para el mejoramiento de la raza de ovinos que hay en Santiaguero. Se han hecho cruces con ovejas de la raza assblack, que producen leche, carne y lana; sus partos son por lo general de dos crías y, sobre todo, pesan mucho más que los ovinos criollos que antes eran la generalidad. Esto ha mejorado sus ingresos.

—Nosotros sabemos que todo esto no es para nosotros, sino para nuestros hijos —dice Simón Ramos—. Hay mucha gente que quiere todo rápido, resultados a la semana, al mes. No se dan cuenta de que esto es mejor, ya que crea un futuro. Para que crezca un algarrobo demora casi 20 años. Yo ahora no puedo usar lo que siembro, pero mis hijos sí lo harán.

Trabajar con ganado assblack les ha brindado muchos beneficios a las familias de Piura.

El futuro de los hijos es una de las mayores motivaciones de los beneficiarios del PPD. Así sucede también en la Asociación de Vivientes del Caserío Chutuque. Si bien la algarrobina o la miel de abeja que se produce ahí aún carecen de la demanda necesaria que permita a los beneficiarios vivir de sus ventas, todos aquí continúan trabajando para mejorar esa situación.

Celedonia Morales, por ejemplo, ha asistido a media docena de ferias en diferentes partes del Perú llevando los productos orgánicos de la asociación. Y Simón Purizaca, presidente de la institución, ha recibido más de 20 capacitaciones en los últimos 10 años. Ambos siguen trabajando a pesar de que los números aún no sean redondos. Quieren cambiar su historia. Así como se cambió la historia de los algarrobos, esos árboles de ramas irregulares y delgadas que pueden alcanzar hasta 20 metros de altura y con los que siempre convivieron en el bosque seco. Un árbol que antes nadie le daba importancia, pero que hoy es vital para el futuro de sus familias. Al descubrir la importancia de los algarrobos —de la vida de los algarrobos— lo pobladores de estos caseríos alejados del desarrollo han encontrado también el valor de sus propias vidas: ahora saben que son capaces de hacer cosas buenas, cosas creativas.

—No sé si me vayas a creer, pero yo nunca he pensado en irme de Chutuque —dice Simón Purizaca, decidido.

—¿Por qué?

—Hay muchas limitaciones y se sufre mucho, pero no hay como vivir acá: uno puede encontrar todo en el campo y en el río. Es como tener un mercado abierto las 24 horas del día. Podemos ser muy pobres, pero quién puede darse ese lujo.


Al principio hubo un error. Un error técnico. Eso es lo que dice Carlos Rojas cuando recuerda los inicios de la Asociación de Pequeños Productores Agropecuarios del distrito de Jililí, en donde es presidente. Rojas tiene 55 años, la mirada fuerte y —como si se tratara de un tic adquirido por tantos años de trabajo en el campo— cada cinco minutos observa su reloj. Cuando el PPD llegó a Jililí planteó crear el vivero más grande de dicha zona, para la conservación de más de 15 especies de árboles del bosque húmedo. Sin embargo, nadie pensó los problemas que conllevaría el proyecto.

—Todos nos comprometimos a recolectar las semillas para el vivero: nogal, chochonto, puchuguero negro. Y todo estaba listo: el terreno del vivero, las bolsitas con la tierra, sus camas. Entonces nos dimos cuenta de que no había semillas en todo Jililí. Nadie encontraba. Fue un gran error —afirma Carlos Rojas.   

Pero este no era el único problema. La gente quería que el proyecto tuviera un valor agregado, que las especies fueran económicamente rentables para ellos. Entonces se cambió de estrategia: se decidió que en el vivero se sembraría caoba, cedro, falso roble, teca. Las familias volvieron a entusiasmarse: por un tronco de caoba o de cedro de 20 años se puede pagar hasta cinco mil dólares. Se trajeron semillas incluso de la selva en el 2008.

Las cocinas mejoradas consumen de mejor forma la energía de la leña y protegen la salud de las personas.

Hoy Jililí se ha convertido en un ejemplo para los caseríos de la zona. De los 10 mil plantones que se conservaron, 8.500 ya fueron replantados en las chacras de los socios. Es decir, cerca de 22 hectáreas de bosque húmedo, mucho más de los que se habían planteado en un inicio.

—Ahora lo importante es cuidar los árboles, porque son muy codiciados —dice Alfredo Carmen Chinchay, 27 años, cuerpo macizo, sonrisa fácil—. Antes se los robaban cuando aún eran plantas jóvenes.

Alfredo Carmen es vocal de la asociación y uno de los pocos jóvenes que uno observa en Jililí. En este caserío a cuatro horas al norte de la ciudad de Piura y a solo 30 minutos de la frontera con Ecuador, se ven pocos jóvenes: lo que abunda son los niños y los adultos. Los adolescentes luego de acabar la escuela suelen marcharse de aquí en busca de un mejor futuro. Sin embargo, esta situación está cambiando poco a poco. Alfredo, además de su trabajo en la asociación, instala concinas mejoradas en la comunidad gracias a capacitaciones que recibió del PPD. 

—Ahora me llaman incluso de distintas ONG y otras asociaciones. Las hago de forma particular, y en dos días de trabajo puedo ganar 60 soles, que acá es bastante dinero.

Isabel Chinchay tiene 8 hijos, de los cuales 7 viven en Lima. Solo Alfredo Carmen, el menor, se ha quedado junto a ella en Jililí.

  El proyecto del PPD en Jililí ya concluyó. Y basta hablar con cualquiera de los socios para comprobar que se ha creado cultura ambiental y productiva. Que todos saben que se debe trabajar de manera sostenible.

 —Si esto fracasa, será por nosotros. Muy pronto acondicionaremos nuestra planta de procesamiento de panela y seguro tendremos problemas, pero encontraremos soluciones. Así siempre ocurre en el campo —dice Carlos Rojas, al frente de una taza de café que disfruta en uno de los pocos restaurantes que hay en el pueblo.

En la plaza principal de Jililí, por primera vez en este viaje, corre un viento helado que sacude el cuerpo. No hay muchas luces encendidas, ya no hay gente ni bulla ni movimiento. Un escenario que se repite en casi todos lugares en los que se encuentra el PPD en Piura: sitios pequeños y apartados en donde no hay demasiadas comodidades ni pasatiempos ni opciones de vida. Y en donde cada respuesta se parece tanto a la otra. Entonces la idea se le aparece nuevamente a uno en la cabeza: descubrir la vida secreta de los algarrobos fue descifrar la vida anónima de ellos mismos. Y es aquí también en donde uno recuerda la conversación con José Juárez Carmen, de la empresa comunal Santa María de Locuto: 

—Cuando se escuchan por tanto tiempo promesas que no se cumplen, uno termina creyendo en muy pocas cosas. Cuando me hablaron de formar la asociación, yo tenía dudas, pero debía elegir: confiar o quedarme sin hacer nada.

–Usted eligió confiar.

–Claro, así no hubiera dado resultado. Cuando eres pobre tienes tan pocas opciones en la vida, que la única que nunca debes elegir es quedarte sin hacer nada.


Crónica escrita por Walter Li, con fotografías de Musuk Nolte, que forma parte del libro El reino de los ecologistas eternos. Fue publicada por el Programa de Pequeñas Donaciones / PNUD en el 2010.

Imagen por defecto
Redaccion Apacheta

Deja un comentario