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Ese martes de finales de mayo, a las cinco de la tarde, el cielo se oscureció de pronto. Samuel Luna temió que las nubes fueran nubes de granizo. El repiqueteo de los proyectiles de hielo al golpear sobre el tejado de su hogar le hizo presagiar lo peor. Media hora después, los brotes de rye grass –un tipo de pasto forrajero– que le llegaban a la rodilla, apenas sobresalían por encima de su tobillo. Llegamos a Ocongate dos días después de que esa fatal tormenta tumbara los pastos que la familia Luna Mayo estaba a punto de cosechar.
–Si el sol no lo seca rápido el pasto se pudrirá –sentencia Armando Ccahuana, experto de 28 años, que se encuentra en mitad de la finca sorprendido por la escabechina. Sin el forraje las nueve vacas de la familia no producirán la cantidad suficiente de leche para que pueda venderla a la planta de procesamiento de quesos de Andamayo, situada en el mismo distrito. Sin ese pasto tampoco sus cuyes engordarán lo suficiente para alcanzar un buen precio en Tinke. Si no se recuperan del shock provocado por la granizada, los Luna Mayo tendrán que comprar en el mercado fardos de heno para reponer lo perdido. ¿Cómo haremos? ¿Y con qué plata? Son preguntas que se hacen pero que aún no tienen respuesta.
–El clima ha cambiado demasiado últimamente –señala Samuel mostrando tristeza y desconcierto–. Cuando tiene que llover, hiela; y cuando esperamos la helada, llegan las nubes y nos castigan con el granizo. Ya no sabemos cuándo sembrar o cosechar. Ya no consultamos el calendario; ahora solo miramos al cielo y rezamos.
Según el Informe sobre Desarrollo Humano (IDH) publicado por el PNUD en 2013, los eventos extremos vinculados con el clima de los últimos 30 años han generado pérdidas económicas de más de dos mil millones de dólares en todo el Perú. Este problema representa un frenazo de dimensiones aún desconocidas para que las comunidades altoandinas más pobres logren desarrollarse.
Armando Ccahuana asesora desde hace tres años a las familias de la comunidad Lauramarca, en el distrito de Ocongate, situado al este del Cusco. Él trabaja para el proyecto Haku Wiñay/Noa Jayatai, que forma parte del programa nacional del Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (Foncodes) y está presente en 13 regiones de Perú.
El programa llegó en 2013. Armando es reconocido como yachachiq, que es el nombre que reciben en quechua aquellos campesinos que, además de haber tenido experiencias exitosas en sus tareas agropecuarias, poseen la capacidad de compartirlas con otras familias.
Precisamente ese conjunto de conocimientos y habilidades que Armando y otros veintiún yachachiq han demostrado tener, ha sido fundamental para que el Haku Wiñay/Noa Jayatai haya tenido éxito local. Entre todos han logrado que 759 usuarios del distrito mejoren sus capacidades productivas, incrementen y diversifiquen sus ingresos económicos y abandonen las listas nacionales de la pobreza: 6,7 millones de peruanos, según el último reporte Instituto Nacional de Estadística en 2015.
Milthon Bellota, el coordinador técnico local, recuerda la reticencia inicial que encontró entre los campesinos “porque el proyecto no regalaba nada. Tampoco proponía la participación de la población en obras a cambio de una remuneración”. Los usuarios tardaron en entender que el beneficio se daba por el lado del conocimiento; por tener un aprendizaje con un enfoque más técnico de todo lo tradicional transmitido desde antaño de padres a hijos.
El segundo obstáculo de Milthon consistió en encontrar a veintidós yachachiq que lideraran la implementación del proyecto en campo, apoyando a las familias. El coordinador necesitó tres convocatorias para lograrlo. Y Armando fue uno de los elegidos.
Armado el equipo las dificultades se trasladaron directamente a los yachachiq. “Los primeros meses fueron muy duros porque los posibles usuarios no querían recibirnos: ‘Ustedes también son campesinos ¿Por qué van a saber más que nosotros?’, recuerda Armando que le decían.
Gumercindo Crispín, que trabaja con las familias de la comunidad Llullucha, nos revela que les echaban en cara que ‘sólo se acercaban a ellos para justificar un sueldo y ganar plata a su costa’.
Sin embargo, estos expertos, conscientes de que en el campo todo es cuestión de tiempo, supieron ser pacientes. A la vez que acudían a las reuniones comunales para establecer los contactos, comenzaron a producir hortalizas en los biohuertos que habilitaron en sus casas. “¡Tres meses después cosechamos repollos así de grandes!”, exclama Gumercindo mientras rememora el tamaño formando con ambos brazos una gran circunferencia. “Fue algo increíble… ¡produjimos hortalizas a más de cuatro mil metros de altura!”. Gumercindo está convencido de que los repollos hicieron más por introducir el proyecto que cualquier entusiasta discurso. De esta manera los yachachiq comenzaron a predicar sobre las nuevas tecnologías que, además de mejorar el volumen de producción agropecuaria local, protegerían sus cansadas tierras de cultivo.
A partir de ese momento los campos de Ocongate despertaron del letargo para producir pastos en cantidad y calidad. En los galpones, los cuyes ganaron en peso y talla; y las familias, que por primera vez disponían de verduras y hortalizas frescas para su consumo, cosecharon los primeros excedentes que rápidamente vendieron en el mercado local.
Sin embargo, era demasiado pronto para calificar estos resultados como exitosos porque, aunque auspiciosos, tenían la misma fragilidad que los almácigos que recién sembraban los campesinos en los primeros biohuertos: una tormenta o una helada a destiempo y tendrían que renunciar a sus sueños.
“¿Se puede erradicar la pobreza sin considerar los riesgos que el clima ejerce sobre los activos productivos de las familias campesinas?, se pregunta Lenkiza Angulo, la coordinadora nacional del Programa de Adaptación al Cambio Climático (PACC Perú). “Para cualquier proyecto de desarrollo es imprescindible considerar que los medios de subsistencia de las familias campesinas se encuentran supeditados a los recursos naturales que, a su vez, están amenazados por el cambio climático”.
Fue esa vulnerabilidad la que motivó la firma de un convenio de cooperación entre el Foncodes y el PACC Perú en 2013 para introducir criterios de adaptación climática en las tecnologías productivas del Haku Wiñay/Noa Jayatai en dos proyectos piloto en Cusco y Apurímac.
“Los campesinos sabían que algo anormal sucedía con el clima, aunque no sabían concretamente qué”, comenta Gumercindo. “Sentían las tormentas y las heladas como hechos aislados y no las relacionaban con un fenómeno global”. Tres años después, y gracias a la asesoría técnica que recibieron del programa, los yachachiq han podido, primero aprender, y luego explicar a los demás que ‘todos aquellos fenómenos que percibían fuera de lugar’ están relacionados con el cambio climático, que sus medios de vida se encuentran seriamente amenazados; pero también que poseen los conocimientos y las capacidades necesarios para adaptarse al nuevo escenario.
Según el Informe sobre Desarrollo Humano de 2013, la diversificación y control vertical de los pisos, la conservación de suelos, la domesticación de flora y fauna o la gestión del agua que los pobladores andinos han sabido desarrollar por siglos serán conocimientos fundamentales durante los próximos años para adaptarse, en un escenario de incertidumbre propio de las montañas tropicales, al cambio climático.
En la segunda parte de esta historia narraremos cómo los campesinos lograron organizarse para mantener sus recursos hídricos y, así, poder garantizar la seguridad alimentaria de su comunidad.
Un texto de Xabier Díaz de Cerio, con fotografías de Enrique Castro-Mendívil, que forma parte del libro Yachay Ruwanapaq. Fue publicado por el MINAM, COSUDE y PACC-Perú en marzo del 2017.