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El sonido del látigo estalla en el aire y atraviesa las pampas como la explosión de una bala. El yachachiq Édgar Chipana muestra el modo en que maneja sus rebaños de alpacas. Su brazo derecho traza una parábola en el aire para agitar la soga y luego tira de ella hacia abajo con una fuerza tremenda. El eco debe llevar el chasquido más allá de las montañas que nos rodean, hasta las praderas que se encuentran al otro lado. Chipana está parado sobre una gran roca de apariencia ceremonial. Desde este punto domina por completo la laguna Osloqocha, a 4.071 metros sobre el nivel del mar en Apurímac, un espejo de agua que parece un oasis en un desierto frío. Sobre esa plataforma natural, la imagen del yachachiq parece más grande, con el poncho de alpaca agitándose al viento como la capa de un personaje mitológico. Es el hombre que sabe manejar el agua.
Chipana es uno de los comuneros que ha intervenido Osloqocha para recuperarla. Hacia una de las riberas, el borde natural ha sido transformado en un dique de tierra y piedra que evita la fuga del agua. Lo construyó la comunidad cercana de Pomacancha, en cuatro jornadas de trabajo y con participación de veinte hombres. “Con esto vamos a soportar la época seca”, dice el yachachiq señalando con la mano el paisaje alrededor. El tiempo de escasez empieza en abril. La laguna almacenará el líquido que llega desde un río que hay en la zona más alta, fuera de la vista de donde nos encontramos. En el momento propicio, los pobladores irán abriendo el dique para empapar la tierra de los alrededores. La siembra y cosecha del agua es una tarea tan importante como el cultivo de los productos que todos conocemos. Es tarea de un yachachiq difundir sus beneficios. Lo hace de manera voluntaria y siempre que se requiera. “Nuestro creador nos ha dado mucho y debemos devolver parte en este mundo”, refiere.
Estamos en el lugar preciso para hacerlo. Osloqocha siempre ha sido una fuente de vida para los habitantes de la zona. Existe una fiesta tradicional para atraer la lluvia que consiste en hacer un pago en las zonas altas, recoger una hierba de las lagunas, bajar a toda carrera a caballo por este paraje y depositarla en un sitio ritual que está en una zona baja de la cuenca. La hierba que se recoge, como el fervor de un amuleto, se llama oslo. Es lo que da nombre a la laguna. Aunque ahora esta fuente carece de vegetación, la comunidad tiene la idea de sembrar putaja –la famosa planta llamadora de agua– y totora, que podría dar pie a una nueva actividad económica.
Los habitantes de Pomacancha han asimilado mejor que nadie la necesidad de recuperar su patrimonio natural. “Queremos forestar para evitar los daños del cambio climático”, agrega el yachachiq Édgar Chipana. En su caso, esta conciencia es un giro radical de perspectiva, el paso de alguien que buscaba un camino a alguien que está para guiar a los demás. Hasta el año 2005, su mayor emprendimiento había sido el intento de poner un puesto de venta de carne en Andahuaylas. Sus intentos previos por estudiar ingeniería agraria se frustraron por falta de dinero. Entonces ingresó como aprendiz en una carnicería y aprendió todo lo que hay que saber sobre ese negocio. En cierto momento, trató de independizarse, pero tampoco fue fácil. Así que un día regresó a la tierra natal, de la que había emigrado a causa de la violencia política. Lo que encontró fue un pueblo en tinieblas y sin agua potable. Chipana no se resignó a las privaciones y exigió a las autoridades que hicieran obras. Ahora su pueblo ya tiene servicio de agua y se alumbra por las noches con la energía captada por los paneles solares durante todo el día. Ese mismo espíritu emprendedor lo impulsó primero a aprender y luego a difundir conocimientos tanto sobre el agua como sobre las alpacas, que ha recibido en capacitaciones y viajes de pasantía para conocer otras experiencias en los Andes. “Me siento orgulloso de incentivar a nuestra gente a cambiar de vida”, refiere.
Además de yachachiq del agua y las alpacas, Édgar Chipana es presidente de la Asociación de Alpaqueros de Titayhua y Pomacocha, que reúne a 25 criadores. De ese grupo, apenas dos provienen del pueblo de Chipana. Entre él y su padre suman cien cabezas. A pesar de la escasez de pastos y los problemas que eso genera, hace poco hicieron una venta importante de charqui. Momentos así, al parecer, lo motivan a trabajar para mejorar la crianza. “Nos falta mejorar muchas cosas”, dice este maestro andino con ansiedad de emprendedor. La principal, que tendría verdaderos efectos renovadores, sería traer alpacas reproductoras que eleven la calidad genética del ganado. “La fibra que ahora tenemos es gruesa, necesitamos producir fibra más fina”, explica. Chipana se ha propuesto lograr ese cambio. A juzgar por las otras tareas que ha ido cumpliendo, es seguro que tarde o temprano lo conseguirá.
Un fuerte viento barre las pendientes. El yachachiq Chipana comenta que sus abuelos tenían formas de pronosticar e incluso de controlar el clima. “Si el arco iris sale alrededor del sol, no va a llover”, refiere con la seguridad que un científico pone en sus fórmulas. Esta vez no hay arco iris cercano y una ligera llovizna se descuelga de improviso. Sobre la tierra húmeda empiezan a formarse unos pequeños charcos cristalinos. Chipana recuerda que los antiguos llenaban de agua los surcos entre los cultivos para protegerlos del frío. “Decían que la helada llega con sed”, comenta. En realidad era un método para equilibrar la baja temperatura de la noche con el calor que el agua retiene durante el día. La verdadera sorpresa está en el remedio para espantar las heladas: se junta en un recipiente una mezcla de ajo, hierbas y orines. Al caer con fuerza, la granizada hace que el olor amoniacal se esparza por los aires y eso, dicen, ocasiona que el granizo se vaya para otra parte. Édgar Chipana dice que es desagradable, pero efectivo. Los ingenieros que visitan la zona tienen mucho respeto por esos conocimientos. Basta verlos mientras escuchan los relatos de este hombre pequeño, pero seguro. Una simple charla abre la puerta de dos mundos.
El cargo de Santo Alcalde es la primera dignidad pública que un poblador andino tiene en su vida. Es una especie de servicio comunal obligatorio, el requisito indispensable para iniciar la vida civil. El Santo Alcalde es considerado como el hijo del Presidente de la Comunidad y está obligado a trabajar con él durante un año. Por lo general, existen entre cuatro y seis Santo Alcaldes al mismo tiempo. El trabajo de esta tropa es vigilar los cultivos y pastizales para evitar que el ganado entre en lugares indebidos y ocasione estropicios, pero también opera como un servicio de inteligencia –en el mejor sentido– que proporciona al Presidente y su junta directiva información sobre los problemas que puedan estar ocurriendo en distintas zonas de la comunidad. Esta labor requiere ciertas condiciones físicas para responder a las obligaciones, de modo que los Santo Alcaldes suelen ser jóvenes que están iniciando su vida como adultos, pero también se han dado casos de comuneros que recibieron el cargo a una edad avanzada debido a que en su momento no pudieron hacerlo, por viaje o cualquier otro motivo. ■
Crónica escrita por David Hidalgo —con fotografías de Max Cabello, Daniel Silva y Erasmo Otárola—, que forma parte de la serie Historias del Agua. Fue publicada por la Autoridad Nacional del Agua (ANA) en el 2014.