El tiempo de los colores milenarios

Finalmente nació a las 10:37 de la mañana. La madre se puso de parto en mitad de la puna, mientras un grupo de pastoras de la comunidad de Suatía, en Puno, arreaban, ladera arriba, un rebaño de más de 100 alpacas. En segundos, la cría dejó ver una de sus delgadas patas traseras: venía volteada.

Samuel Quispe, en su primer día de trabajo como técnico agropecuario en la zona, cruzó la mirada con Santusa Cutipa, la dueña del rebaño. En ese momento la alpaca gestante ya se movía nerviosa. Remangándose la chompa hasta el codo, Samuel se acercó decidido a sacar a la cría de sus entrañas. Introdujo el brazo con la precisión de quien lo ha hecho decenas de veces, y con dos o tres movimientos reacomodó su cuerpo en el vientre. Aunque no era nada sencillo: las alpacas son bastante susceptibles a la mano humana, por ello cuando son ayudadas en el parto pueden terminar incluso desconociendo a su cría. A pesar de ello, la pequeña alpaca asomó por fin la cabeza, el resto del cuerpo fue cuestión de segundos.

–Tienes que ponerle un nombre –dijo Santusa, mirándome.

–¿Cómo se dice “frío” en quechua? –pregunté.

Chiri.

–Entonces se llamará Chiri Wayra.

“Aire frío”, en recuerdo de la ventisca que como cuchillo afilado corría en ese momento, de sur a norte, por las laderas descarnadas y apenas pobladas de ichu y chillihua, en Suatía, a más de 4.300 metros sobre el nivel del mar, cerca de Palca, en la provincia puneña de Lampa.

Chiri Wayra representa sin duda las preferencias de la industria textil nacional e internacional: una alpaca de raza huacaya, con una fibra fácil de hilar en modernas máquinas. Y, además, blanca, perfecta para ser teñida artificialmente de los colores que anualmente propone la dictadura de la moda. Si supera el invierno en el que tardíamente nació, tendrá el futuro asegurado. Antes de los 12 meses será esquilada por primera vez y su fibra más fina se destinará a la confección de sofisticadas prendas de exportación.

Pero el ciclo de vida de Chiri Wayra es sólo una parte de esta historia. La cara menos conocida en este tipo de relatos suele ser el de las otras alpacas, las de raza suri. Si bien hasta hace pocos años estas alpacas tenían todas las papeletas para ser vendidas como carne a un camal, el poco aprecio por ellas viene de atrás: una especie de apartheid que comenzó hace 150 años en el seno de las grandes haciendas ganaderas, el cual se retomó con fuerza hace casi cuatro décadas, cuando la industria, despreciando las fibras de colores naturales, terminó por blanquear la cabaña de camélidos andinos.

La fibra de la alpaca suri es, después de la fibra de vicuña, la más fina de entre los camélidos.

Actualmente, Puno, el primer departamento alpaquero del Perú, tiene 1’161.867 cabezas de ganado, de las cuales 94% son de raza huacaya y el 6% de raza suri. De estas últimas, menos del 1% son de color. “Las alpacas suri de color sólo existen como lunares dentro de nuestros rebaños de alpacas blancas”, dice Porfirio Enríquez, alpaquero y coordinador del Programa de Pequeñas Donaciones del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que desde el año 2002 busca salvar de la extinción a estas alpacas de color por ser consideradas parte importante de la biodiversidad y del frágil ecosistema andino. Un grupo de catorce familias y tres centros comunales del distrito de Nuñoa, todos criadores de alpacas, comenzaron hace ocho años el entonces improbable proyecto de promover la crianza y su uso sostenible. Los comienzos fueron muy complicados y salpicados de incertidumbres.

Pero Porfirio no lo ha hecho solo. Encontró en su padre el apoyo y la experiencia de quien tuvo la misma convicción en las primeras décadas del siglo pasado. “Ser alpaquero es una forma de vivir y de sentir”, comenta desde la autoridad que le dan sus 95 años. Cuando Juan Enríquez era el único criador que apostaba por los ejemplares suri de color, sus compañeros le creían loco; y su esposa R osa, también.

–Usted apostó por esa raza desde 1942, cuando ganó un concurso local…

–Siempre tuve fe en esa raza. De ella aprendí que su conformación es perfecta, que sus cuartos traseros son fuertes, su cuello erguido y la altura hasta la cruz, la más adecuada; pero lo que más destaca es la calidad de su fibra –dice el criador–. Ésta es la mejor: extraordinariamente lustrosa, resbaladiza y más flexible; semejante al cachemir más fino y a la lana de la cabra angora. ¡Es que parece seda!

Efectivamente esa lana está considerada, después de la de vicuña, la más fina de entre los camélidos. El secreto de su brillo natural es la suarda, una grasa natural que el cuerpo del animal segrega, que lo hace resistente al frío e impide que penetre la lluvia. Otro punto a favor es que, desde el blanco hasta el negro oscuro, los criadores han registrado 22 tonos diferentes: canela, gris perla, café… colores muy demandados en un mercado de productos orgánicos al alza.

Con tantas bondades son varios los pequeños criadores que han comenzado a ver con interés esta raza discriminada.

El criador Juan Enríquez junto a su esposa Rosa y tres de sus hijos: Porfirio, Eloy y Santiago.

Marcelino pertenece a este reducido grupo de campesinos motivado en recuperar los ejemplares de color. Mientras sus tres hijos estudian en la capital del distrito, él sobrevive en una cabaña en Japo, cerca de la frontera con Bolivia, a 4.800 metros sobre el nivel del mar, cuidando el bofedal donde pastan su rebaño.

Hace unos 15 años, cuando la industria quiso blanquear los rebaños de alpacas, la libra de fibra blanca –450 gramos aproximadamente– se vendía a 25 soles, mientras que la de color no llegaba a 10. Los pequeños productores sustituyeron las alpacas oscuras por blancas con la esperanza de mejorar sus ingresos. Pero los precios cayeron en picada por la sobreoferta. Actualmente los intermediarios pagan la libra de blanca a cuatro soles; y la de color a la mitad. Las matemáticas son crueles: teniendo en cuenta que cada alpaca produce unas cuatro libras en promedio y que los rebaños tienen entre 80 y 150 alpacas, los ingresos anuales de un productor difícilmente superan los 1.600 soles.

–Marcelo, ¿con esa cantidad puede vivir y pagar los estudios de sus hijos?

–No.

El dato del pago en origen contrasta con el precio que llega a pagar el consumidor final por una prenda con valor agregado. En la boutique de lujo Old England, en el Boulevard des Capucines, una de las zonas más exclusivas del centro de París, una chalina –unos 100 gramos de fibra–de una vuelta y 30 centímetros de ancho se vende de partir de 350 euros. Las más grandes alcanzan los 600 euros –unos 2.400 soles–.

Marcelo lo desconoce, y a pesar de la pobreza en la que vive, se siente orgulloso de su reducido rebaño de alpacas de color. Las ha observado pastar desde que tiene uso de razón: el niño Marcelo vigilaba el rebaño y su abuelo, a él.

Modesto Huamán comparte el mismo sentimiento en Nuñoa, la localidad donde primero se implementó el Programa de Pequeñas Donaciones.

Con parte del dinero desembolsado por Naciones Unidas, la Asociación de Criadores de Camélidos Andinos Acrican-Illa, de la que Modesto es socio, ha adquirido 180 alpacas que ha repartido entre los criadores. De entre todas destaca ‘Panchita’, un ejemplar fuera de serie, de manto gris marengo, a la que el pastor entrena para competir en concursos locales y regionales. Las competencias son una gran motivación para los pequeños criadores.

–Que gane uno de tus machos supone ingresos extra por la venta de empadres –comenta Modesto, y muestra orgulloso las 20 escarapelas que avalan su dedicación.

Pero no sólo se trata de vender “empadres”, sino de impulsar el mejoramiento genético de la especie. Santiago Enríquez es médico veterinario y conoce de cerca la problemática.

–¿Qué es lo más difícil de ser alpaquero?

–La vida de la alpaca es una locura. A diferencia de las ovejas, las alpacas son muy inteligentes y enseguida perciben cómo somos las personas. El pastoreo es una cuestión de confianza mutua entre los hombres y los animales. Las personas que formamos parte del mundo de las alpacas debemos entender que cada ejemplar tiene su propia personalidad.

La altitud y los pastos altoandinos son los principales responsables de la fama que tiene la fibra de alpaca peruana. Sin embargo, Santiago Enríquez considera que actualmente no se puede dejar su calidad en manos de la naturaleza, que su futuro inmediato pasa por modernizar la actividad ganadera e introducir la tecnología en el altiplano.

–Estados Unidos, Australia o Nueva Zelanda tienen una deuda moral con los campesinos andinos –dice Santiago, y no tarda en lanzar argumentos–. Hace 15 años el gobierno de turno facilitó la salida de una cantidad excesiva de excelentes reproductores y en poco más de una década han logrado mejorar la calidad de la fibra sustituyendo el factor de la altitud por desarrollo genético.

Santiago cree que es momento de que estos países pongan a disposición del Perú esos conocimientos y que, como contraparte, nuestro país contribuya con su incalculable banco de germoplasma.

El problema del éxodo de las alpacas comenzó en 1995, cuando las autoridades nacionales permitieron exportar miles de ejemplares pensando que con su venta se solucionaría de un plumazo la pobreza del pequeño criador. Mientras que en el Perú un buen ejemplar se pagaba a 500 soles, en el extranjero alcanzaba los 1.200 dólares. En el 2004 un nuevo decreto restringió su salida, pero el daño ya estaba consumado. Se calcula que en el extranjero existen 500 mil alpacas. “La alpaca ya no es un patrimonio del Perú; ahora lo es del mundo. Tenemos que comprender esta circunstancia para comenzar a trabajar organizadamente en esa línea. Si no, tecnológicamente nos van a sacar la mugre”, dice el veterinario.

Hasta ahora los intentos por profesionalizar la actividad han corrido a cuenta de oenegés que han capacitado al campesino en la administración de medicamentos y vitaminas para el engorde de los rebaños. Pero el problema que han encontrado es que los pequeños agricultores no tienen ni la costumbre ni la plata para hacerlo regularmente.

–Los veterinarios se preocupan de la salud de las alpacas, pero se han olvidado de nosotros, de la salud de las comunidades alpaqueras que vivimos en situación de pobreza crónica –comenta Fernando Lima, un joven ganadero del distrito de Condorini.

El modelo de esta cadena productiva ha asignado a personas como Fernando el rol de simple pastor de alpacas abandonado en la puna sin mayores posibilidades para aprovechar en beneficio propio y de su familia las enormes potencialidades de la fibra. Hasta el momento la gran mayoría de comunidades se han conformado con vender la fibra que producen sin darle valor añadido; hasta se han olvidado de tejer.

En Laraqueri, las mujeres son las que se encargan de realizar la esquila de las alpacas.

Aunque el rol que cumplen los artesanos es todavía discreto, algunos han logrado crear una prometedora red de microempresas rurales destinadas a promover los centros de acopio, clasificación y procesamiento de fibra, carne y cueros.

La asociación artesanal Suri Pacucha, que agrupa a 30 esposas e hijas de alpaqueros, es desde el 2002 el nuevo motor de desarrollo de Nuñoa. Su ejemplo ha inspirado a una veintena de nuevas asociaciones en las que trabajan más de 350 personas. El beneficio es evidente: la mayor demanda de fibra ha elevado su precio –el doble de lo que pagan los intermediarios– y los ingresos de los criadores también han mejorado.

Guillermina Quispe, presidenta de Suri Pacucha, es la encargada de velar por los intereses de sus socias. Desde que a los 12 años tejió su primer chullo, sus manos no han parado ni un segundo.

–Antes nuestro conocimiento era muy intuitivo. Los diseños los teníamos aquí –apunta con el dedo índice la sien–. Pero eso ya no es suficiente.

Nos hace falta más cálculo.

A través de las capacitaciones, estas mujeres han recuperado una tradición textil. Guillermina comenta que éstas han sido fundamentales porque “nos han servido para recobrar la independencia como mujeres”.

En una sociedad machista como la alpaquera, la asociación genera sus propios ingresos, que en la mayoría de los casos supera al obtenido por sus maridos. Desde que hace ocho años se reúnen en una antigua y destartalada casona colonial donde tejen, conversan, tejen, bromean, tejen, clasifican, tejen, hilan, tejen, vuelven a bromear. Tejen su autoestima. Tejen siempre.


En las alturas de Lampa, sus manos de hábil tejedora se mueven a la misma velocidad que sus labios. El primero es un movimiento interiorizado desde niña que no necesita vigilancia. La mirada de Santusa Cutipa, más bien, está pendiente de las primeras horas de vida de Chiri Wayra, la nueva alpaquita. Sentada en la parte exterior del modesto local comunal de Suatía la artesana conversa con una decena de colegas:

–Para nosotras es un orgullo recuperar la tradición de nuestras abuelas.

–¿De sus abuelas? ¿O de sus madres?

–Nuestras madres nos enseñaron a trabajar con lana sintética. Era más barata y de colores más vivos –dice Santusa, mostrando la faja que tejió de niña y que aún ciñe su cintura.

Ahora, gracias al Programa de Pequeñas Donaciones, ellas han podido comprar alpacas de diferentes colores. Nelly es la hija de Santusa aunque no vive en la comunidad. Ella pertenece a la primera generación que ha podido asistir a la universidad y desde hace unos años vive en Puno. Nelly no se viste como su madre, con el traje tradicional, pero se ha convertido en la embajadora de las artesanías locales. Suele dar conferencias sobre las tradiciones de su pueblo y, a través de presentaciones en power point, está logrando que los productos de Suatía sean apreciados en el competitivo mercado artesanal.

Pascuala Ventura, regidora de Laraqueri, lidera una red de asociaciones artesanas.

Nilda, Agustina y Teófila lideran el grupo de 20 señoras que nos reciben con una lluvia de picapica amarillo que –afirman– atrae la buena suerte. Ellas representan a más de 300 artesanas del distrito de Pichacani-Laraqueri. Esta localidad de la zona aimara cercana al lago Titicaca también ha sido incluida en la iniciativa ya que cumple con los cuatro requisitos mínimos que exige el Programa de Pequeñas Donaciones: gozar de una cierta organización, tener talleres de artesanos, poseer alpacas de color y contar con el compromiso del municipio de apoyar el proyecto con una contrapartida, que no tiene por qué ser monetaria.

Con sólo verle caminar, abriéndose paso entre sus compañeras, se intuye que, a pesar de sus cuatro polleras superpuestas, es ella quien lleva los pantalones. Se llama Pascuala Ventura y se autodefine como artesana y regidora de la localidad, siempre en ese orden. Cuando sonríe deja entrever en su incisivo la incrustación de oro, con forma de estrella de cinco puntas, que ratifica quién es la autoridad. Viste una chaqueta que ella misma diseñó y tejió, unas sencillas ojotas y el clásico bombín altiplánico de las aimaras. Aunque no se ha casado y tampoco tiene hijos, ha criado a un sobrino que le llama mamá.

Antes de partir con ellas en dirección a las pampas donde pastan sus alpacas, las mujeres se reúnen en la planta baja del centro artesanal donde venden las chalinas, chompas, chales y chullos. El segundo piso está habilitado para recibir clases de telar y así recuperar algunas técnicas casi olvidadas.

Cuando llegamos a Huaccochullo, descubrimos a cientos de alpacas trotando entre el cerro que domina la línea de horizonte y una cocha aparentemente congelada.

–El Huallca las protege –asegura Agustina Quispe mientras disfruta de la estampa a la distancia. –¿Quién?

–El Huallca es aquel cerro –y señala con el brazo–. Él es el dueño de las alpacas y también su protector. Nosotras sólo las cuidamos.

Una leyenda aimara asegura que los grandes rebaños de alpacas pastaban en el interior de la tierra bajo la atenta mirada de la hija del dios de montaña. Pero la joven se enamoró de un pastor y cuando ambos decidieron viajar hacia la superficie a través de las lagunas, se llevaron los animales. Sin embargo, tiempo después la pareja se peleó y la joven juntó al rebaño e ingresó de nuevo a su mundo a través de un manantial. El pastor sólo logró retener a unas pocas alpacas cerca de un bofedal. Y esas son, según sus creencias, los animales que siguen pastando en la tierra bajo la mirada protectora de cerros como el Huallca; y de pastoras como Agustina.

Chiri Wayra no nació de una laguna y su protector –más allá de las leyendas –debería de ser la Comisión Nacional de Productos Bandera que, desde su creación por Decreto Supremo en el 2004, ha reconocido a camélidos de su clase como “únicos en su origen, poseedores de características diferenciales que representan ventajas comparativas con potencial de mercado”. Según esta comisión, productos como las alpacas transmiten la imagen del Perú dentro y fuera de sus fronteras, y son considerados estratégicos por generar empleo y producir un efecto multiplicador a su alrededor. Razones les sobran a estos camélidos para liderar el ranking de “productos bandera”; aunque esta bandera ondee todavía a media asta.

Aunque las dificultades en la puna son muchas, el ciclo de la vida continúa. Allí siguen naciendo, creciendo y reproduciéndose los rebaños de los alpaqueros y artesanos que continúan empeñados en que regrese el tiempo de los colores milenarios.


Crónica escrita por Xabier Díaz de Cerio, con fotografías de Enrique Castro-Mendívil, que forma parte del libro El reino de los ecologistas eternos. Fue publicada por el Programa de Pequeñas Donaciones / PNUD en el 2010.

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Redaccion Apacheta

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