El coleccionista de papas

Hubo un tiempo en que el agricultor Fausto Blas creía que el clima enloquecía debido al castigo de Dios. Una mañana, Fausto se levantó al amanecer, para cosechar una hectárea de papas nativas que había cuidado durante meses y las halló muertas: una helada había caído de súbito durante la madrugada, arrasándolo todo. Los tallos y hojas verdes yacían sobre la tierra, quemados por el frío. Las flores de papa —lilas, blancas, amarillas— estaban marchitas. Los tubérculos quedaron reducidos a bolitas marrones, duras como piedras, imposibles de comer. Comenzaba marzo, tiempo de la floración: un mes donde, se supone, los vientos más fríos de la puna, a casi cuatro mil metros de altura en los Andes centrales del Perú, no debían llegar. No todavía. No con esa fuerza.

Sin papas, Fausto Blas, su esposa y sus siete hijos aún menores no tendrían suficiente comida para el resto del año, salvo el trigo y unos cuantos cuyes que en ese tiempo criaban en un galpón. Tampoco tendrían qué vender o intercambiar con otros campesinos. En Poque, un centro poblado de pequeños agricultores ubicado en la sierra de Huánuco, a cuatrocientos kilómetros de Lima, la papa nativa siempre ha sido el principal sustento. Esa mañana, a inicios de los ochentas, Blas se sentó sobre un peñasco junto a sus papas muertas y rezó. Pidió a Dios que lo perdonara por sus pecados. Fue la primera vez que sus hijos lo vieron llorar.

Ahora, casi treinta años después de aquel episodio, Fausto Blas recuerda con algo de tristeza la «gran hambruna» que cayó sobre su pueblo, mientras limpia el barro de sus botas de jebe.

—En cualquier momento puede caer helada o granizo, pero me he adaptado —dice el agricultor de sesenta y un años, señalando un cúmulo de nubes grises que han opacado de pronto el mediodía—. Ahora sabemos que no todo es un castigo divino. El clima está loco por obra del hombre.


Se llama Faustino pero todos le dicen Fausto. Es un hombre bajito y recio, de nariz abultada y risa contagiosa, que todos los días —como hoy que es sábado y un sol tirano parece quemarlo todo— observa su fundo desde la ladera de una montaña donde cultiva sus papas. Ésta es su riqueza: seis héctareas de puna repartidos a ambos lados de un valle con un río seco, pero rebosante de ichu y pastos alimentados por manantiales. Altos queñuales embellecen los linderos, le proveen de leña y resguardan su casa de los ventarrones. Su huerto tiene alcachofas, alfalfa, fresas, rosas, gladiolos y margaritas. Tiene dos caballos, cuatro gallinas ponedoras, veinticinco ovejas, más de cien cuyes, dos perros y un cachorro blanco llamado ‘Poncho colorido’ que lo sigue a donde vaya. Pero de eso, de todo lo que Fausto Blas posee, son sus papas nativas –«sus hijas»– las que lo hacen sentir un hombre dichoso.

—Son como mi tesoro, aunque es un tesoro medio raro porque no me da tanta plata —ríe el agricultor, rascándose la cabeza—, pero sí muchas alegrías.

En Poque también lo conocen como ‘El coleccionista de papas’. Junto a su esposa, Dorotea Trujillo, ha dedicado los últimos catorce años de su vida a reunir y cultivar casi trescientas variedades de papa nativa, ese tubérculo abultado y carnoso que los hombres del altiplano del Perú conocieron hace diez mil años y domesticaron durante generaciones hasta volverla comestible. 

Heredero de ese legado, Fausto Blas siembra toda su colección hasta tres veces al año, mezclando las variedades de papa con otros tubérculos como ollucos, oca, mashua y maca. Al hacerlo, sabe que se arriesga. Las sequías y las heladas ahora son impredecibles y podría perderlo toda una mañana cualquiera. Pero hay más sabiduría que insensatez en su estrategia.

—Siembro en mezcla para ‘engañar’ a la helada —dice el agricultor, mientras examina con sus manos toscas el estado de las hojas y los brotes de las primeras flores—. Si una cosecha muere, tengo la otra que me salva.

Gracias al saber ancestral y a la asesoría de ingenieros de la ONG Diaconía, Fausto y Dorotea desarrollaron un exitoso sistema de cultivo, que no precisa de fertilizantes químicos ni equipo sofisticado para adaptarse a los cambios del clima. Seleccionan las semillas y las conservan en un almacén con paredes de barro y techo traslúcido. Elaboran su propio abono con guano de sus cuyes. Combaten los gorgojos y gusanos rociando agua de eucalipto y revisando minuciosamente cada planta por las noches. Dejan descansar la tierra durante siete años, para que vuelva a recuperar sus nutrientes y rotan los terrenos para cultivo. Además, conservan sus papas dentro de un sistema productivo integral y diversificado, que incluye sistemas agroforestales de protección con queñuales, y manejo y conservación de pastos naturales, manantiales y bofedales. Cuatro de cada diez familias en Poque, la comunidad más poblada del distrito de Puños, han comenzado a replicar este sistema. Al igual que Fausto, entienden que pueden producir alimento sano y sabroso sin pesticidas que disminuyen la calidad de las cosechas y dañan el suelo.

Fausto dice sentir un profundo respeto por la tierra y lo que crece en ella. Su padre le enseñó a labrar desde que pudo cargar una chaquitaclla, el antiguo arado de pie andino. También aprendió a leer las estrellas, a predecir las lluvias, a tener en cuenta las fases de la luna a la hora de sembrar. En esa época, recuerda, los adultos sacaban de la tierra papas enormes y largas como pedazos de leña. Ahora la fertilidad de la tierra ha disminuido y cada año necesita colocar más abono a los cultivos. Con los cambios repentinos del clima, todo conocimiento empírico sirve de poco para un pequeño agricultor en tiempos de catástrofes ambientales. El mal tiempo ha sorprendido a Fausto indefenso, matando algunas variedades de sus papas.

—Así he perdido a dos de ‘mis hijas’ —se lamenta—. Ya no sabes qué va a pasar.

La familia de Fausto Blas guarda las papas
La pareja conserva sus semillas en un almacén de paredes de barro muy abrigador.

Los agricultores de Poque aseguran que es el calor intenso y no las heladas inesperadas, el peligro mayor por estos días. La temperatura se eleva tanto a veces que los manantiales se secan, las truchas mueren, los cultivos delicados —como las papas nativas— son devorados por plagas y enfermedades, incrementadas por las temperaturas. Incluso la piel de la gente se pela por la radiación.

—Por eso siempre ando con mi sombrero —ríe el coleccionista de papas, mientras descendemos de la ladera donde está su chacra—. Así es el calentamiento global, inge. Lo triste es que dicen que se pondrá peor.


Si los agricultores intuyen tragedias ambientales, los científicos se han encargado de corroborarlas. «Es muy probable que las papas nativas dejen de cultivarse en los próximos cincuenta años», me dijo, en Lima, el ingeniero René Gómez, del Centro Internacional de la Papa (CIP): la sede del famoso centro de investigación que conserva las muestras de cinco mil variedades de papas en tubos de cristal. Un «banco» genético diseñado para garantizar que las papas que desaparecen de los campos no se extingan y, eventualmente, puedan ser reintroducidas en sus lugares de origen. De acuerdo con Gómez, quien ha dedicado treinta años de su vida a estudiar el alimento más consumido del mundo después del arroz y el trigo, el incremento de temperatura en los Andes obligará a los agricultores a cultivar sus papas a una altura cada vez mayor. Y a mayor altura, menos terreno disponible habrá para cultivar. La única solución, me dijo el experto, sería encontrar variedades de papas que sí resistan condiciones extremas. Fausto Blas, quien poco sabe de genética o taxonomía, ha identificado y conservado muchas variedades en su terreno que son resistentes a las heladas, gracias a un fino trabajo de selección de semillas y numerosas pruebas en cada siembra.

—Mi chacra es como un laboratorio también —ríe el agricultor, sentado frente a su colección: una mesa llena de papas de diferentes tamaños, colores y formas, cada una con su nombre escrito en tarjetitas de cartulina, para recordarlos con facilidad. Hay papas que parecen truchas (trucha suytu), otros pepinillos (yana pepino), huevos (runtus), dedos humanos (puca millo), garras de puma (pumapa maki), torpedos (yana suytu), escarabajos (allqa huancaína), cuernos de toro (yana waca). Otras no se parecen a nada en particular pero tienen nombres curiosos como ‘Rompe cuchillo’(kuchillu paki) o ‘La que hace llorar a la nuera’ (llumchuy waqachi). Unas son sabrosas y otras tienen un sabor agrio, ideales para el tocosh, una preparación de papa fermentada que los pueblos andinos usan como penicilina natural. Pero de todas «sus hijas», hay ocho variedades que presentan mayor resistencia a heladas.

—Estas papas tienen muchas cosas buenas —dice el agricultor, mientras acomoda sus papas sobre la mesa—. El problema es que la gente no las conoce.

Pocos saben, por ejemplo, que los pobladores del Ande curan úlceras gástricas tomando jugo de papa cruda; detienen el sangrado de las heridas con emplastes de papa cruda y hasta alivian los dolores de cabeza colocando rebanadas de papa sobre la sien. Diversas investigaciones sustentan que las papas nativas tienen una gran cantidad de vitamina C, antocianinas y antioxidantes que controlan el envejecimiento de las células. Los colores de la pulpa (anaranjadas, rojas, moradas, negras) indican que una papa contiene más o menos micronutrientes benéficos. Se dice, incluso, que la papa negra (yana papa) tiene propiedades anticancerígenas.  

—Por eso nunca he ido al doctor —dice Fausto y se ríe—. ¿Te imaginas si todo el mundo comiera mis papitas?

A las seis de la tarde empieza a anochecer en Poque. En la cocina de paredes de barro y techo de calamina, Dorotea sancocha papas de varios colores y formas en una olla. Fausto quiere que deguste parte de su colección. Un aroma tibio se expande hacia el patio, anunciando que la cena pronto estará lista. Fausto se levanta para encender una vela. Luego saca una papa de la olla humeante y me la da.

—Prueba —me dice—. Esta es mi favorita.

La papa es ovalada, de cáscara marrón y pulpa amarilla. La pruebo: es arenosa, tibia, un bocado ligeramente dulce que se deshace en la boca.

Se llama Dalyash. Como la flor que se ofrenda a los Apus, dice Fausto: «El mejor regalo que existe».


Un mito cuenta que, hace miles de años, en los Andes del Perú, hubo un pueblo dominado por malos gobernantes. La gente moría de hambre. Rogaban a sus dioses por ayuda. Un día, estos se compadecieron y arrojaron a la tierra unas semillas. De ellas brotaron plantas de flores moradas. Al verlas, los gobernantes las exterminaron. Los Apus ordenaron al pueblo que buscara bajo la tierra y hallaron la papa. Al comerla, se hicieron fuertes y se rebelaron. La papa se convirtió en el alimento vital de su cultura. Muchos siglos después, las conquistas, las guerras, las hambrunas y el comercio dispersaron ese cultivo por todo el mundo. Desde América hasta Europa, Asia y África. Desde el altiplano peruano-boliviano hasta los ciento cincuenta y un países que cultivan papa en la actualidad. La compleja geografía de los Andes ofreció a la humanidad algo único en el mundo: un conjunto de climas y pisos ecológicos, donde se desarrolló una asombrosa diversidad de plantas y animales. Las casi cuatro mil variedades de papa nativa que se cultivan en el Perú, son prueba de una serie de técnicas y conocimientos que han atravesado todas las etapas de la historia, y que está presente en casi todo lo que consumimos: desde el vodka hasta las papas fritas del fast food; desde algunos fármacos hasta cosméticos; desde un platillo de cocina molecular hasta la olla donde el agricultor Fausto Blas asará unas papas para el almuerzo.

Fausto Blas protege sus papas
Muchas noches duerme en esta choza de ichu para cuidar su cosecha de ladrones y animales.

La papa alimenta a más de mil millones de bocas en todo el planeta.

¿Podemos imaginar un mundo sin ella? 


Es domingo en Poque y es un día de celebración. Hoy se elegirá al nuevo alcalde de la comunidad, pero hay una noticia mayor: Fausto Blas se ha enterado que recibirá el Premio Nacional del Ambiente por su trabajo de conservación de papas nativas. Mañana subirá a un avión rumbo a Lima por primera vez y está muy animado.  Algunos amigos suyos, agricultores como él, han venido a visitarlo. Luego de unos vasos de cerveza, Fausto Blas canta unos huaynos para alegrar el ambiente. Son canciones que hablan de amores perdidos, de las ovejas, de los cerros, del río. Del tiempo cuando este huanuqueño era ‘El piwichito de los Andes’: un violinista talentoso y cantante de huaynos que recorría los Andes centrales tocando en matrimonios, carnavales, funerales y toda celebración a la que lo invitaran.

Fausto Blas fue músico durante treinta años. Recibió aplausos y reconocimiento. Pero el dinero que ganaba no era suficiente. Su salud se deterioraba con las amanecidas y los viajes. Entonces, ya con cincuenta y tantos años encima, Blas decidió dedicar su tiempo a otra pasión que tenía desde niño: cultivar papa.

Con los años, y a pesar de que todos sus hermanos e hijos se mudaron a Lima, Fausto Blas decidió quedarse en Poque para trabajar por su comunidad. En el año 2000, fue elegido alcalde. Construyó una escuela primaria e inscribió a todos los pobladores en registros públicos. Al año siguiente, ingenieros de la ONG Diaconia llegaron a la comunidad para promover proyectos de agricultura sostenible. Fausto comenzó a crecer, a perfeccionar sus técnicas de cultivo. Comenzó a coleccionar. En 2007 participó en su primer concurso de papas nativas. Quedó en tercer puesto y le dieron trescientos metros de manguera como premio. Desde esa vez, el coleccionista de papas ha participado en más de cuarenta exhibiciones y ferias de papa. Siempre queda en primer o segundo puesto y viaja a otras comunidades de Huánuco, Áncash y Ayacucho para intercambiar o comprar las semillas que no tiene.

Por estos días, el coleccionista de papas se ha convertido en un líder para su comunidad. Ahora capacita a otros agricultores para que coleccionen como él, pero no todos perseveran.

—A algunos incluso les he regalado semilla, pero nada —se lamenta—. Es que dedicarse a la papa nativa no te da plata. Todavía no es rentable.

Las familias de los Andes producen principalmente para su propio consumo. Les cuesta mucho entrar a los mercados para vender a precios justos. No pueden competir contra los agricultores que cultivan papas mejoradas, usan técnicas modernas y fertilizantes químicos que aumentan la productividad. Los precios establecen un abismo: mientras que un kilo de papa mejorada cultivada con pesticidas puede llegar a costar veinte céntimos, un kilo de papa nativa orgánica cuesta diez veces más. Por eso las papas nativas solo son conocidas en el mercado gourmet. Este escenario, sumado a la migración de campesinos hacia las ciudades en busca de oficios más rentables, provoca que diversas variedades de papas nativas sean ignoradas y desaparezcan con el tiempo. Esto es peligroso, si consideramos que el setenta por ciento de lo que comemos los peruanos proviene de la agricultura rural, en su mayor parte cultivada por pequeños productores como Fausto y Dorotea.

De ahí que un pequeño agricultor que colecciona papas nativas casi por hobbie, sea un gesto excéntrico y heroico al mismo tiempo. Para seguir haciendo lo que le gusta, Blas vacuna y atiende chanchos, vacas y caballos; cría cuyes para la venta; o trabaja como peón en otros terrenos. No se queja. Siente que vale la pena.

—La música no me dio casi nada. En cambio, la papa me dio más logros, más prestigio, más aplausos. —dice Fausto, mientras se sirve otro vaso de cerveza—. Es mi vocación.

Fausto Blas viaja para recibir el Premio Nacional Ambiental
Antes de viajar a Lima para recibir su premio. Fue la primera vez que Fausto subió a un avión.  

A las ocho de la noche la celebración terminó y todos se han marchado a casa. Fausto Blas se ha ido a la cama contento, pero algo preocupado: estará varios días fuera de su chacra y lejos de sus papas. Resuenan truenos, cae la lluvia. Entonces el coleccionista de papas saca una botella de plástico que guarda junto al retrato de su padre fallecido y salpica un poco de agua bendita haciendo la señal de la cruz, al pie de su cama. Es su forma de ahuyentar lo malo, dice. Para que Dios proteja a «sus hijas» mientras él duerme.


—¿Aló? ¿Me escucha, inge?

Ha pasado un mes desde que recibió el Premio Nacional del Ambiente en Lima, y Fausto Blas ha subido hasta la cima de un cerro cercano a su chacra para hacer una llamada. En los Andes donde vive, a casi cuatro mil metros de altitud, ese es el único modo de captar una señal telefónica.

Hay algo de interferencia, pero se le oye contento. Me cuenta que durante las últimas semanas solo le han pasado cosas buenas: pudo compartir con sus hijos unos días en Lima, conoció a un ministro, y al llegar a Lima unos periodistas de la cadena extranjera Al Jazeera lo entrevistaron y se tomaron selfies con él, mientras posaba con sus papas nativas. Al regresar a Poque, fue recibido como una celebridad. El alcalde hizo una fiesta en su honor. Hubo orquesta, banquete con carneros y cuyes, y cerveza. Fausto también se animó a cantar huaynos y componerle una canción a la papa. Ahora, mientras él y Dorotea vigilan que una helada no arrase su cosecha, esperan las herramientas —valorizadas en diez mil soles— que le corresponden como parte del premio. Las necesitarán para cumplir una meta este año: ampliar su colección de papas nativas a quinientas variedades y llevarla a Mistura, la feria gastronómica más grande de Latinoamérica.

—Quiero que todo el mundo conozca mis papitas —dice el agricultor, en medio del ruido que genera el viento de la montaña.

Sus familiares en Lima han comenzado a contagiarse de su pasión. Su hijo mayor le ha prometido ayudarlo en la chacra y tomarle la posta cuando él se jubile. Pero Fausto no se mudará a la capital, como han hecho otros agricultores cuando envejecen. El coleccionista de papas nativas más famoso de Poque, reconoce que no se adapta a la vida en Lima. Hay muchos carros, dice, todo es costoso y allí no tiene esa libertad, esa fama que le ha dado el campo. Admite, eso sí, que le fascina la comida.

—Yo como de todo —ríe Fausto—. Pero no me gustan las papas fritas.


Crónica escrita por Joseph Zárate –con fotografías de Enrique Cúneo– que forma parte del libro Lecciones de la Tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

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