De la chacra a la olla

Cuando los pobladores de Acpitan quieren saber si va a llover no miran al cielo, si no al suelo. En un lugar secreto de sus chacras guardan una pequeña tinaja con agua de la laguna Ccomerccocha, situada a unas dos horas de camino desde el centro de la comunidad, en un lugar de los Andes que consideran sagrado. Esta les indica si habrá diluvios o si por el contrario las precipitaciones se harán esperar. No es un recipiente cualquiera. Guarda en su interior siglos de respeto a una Pachamama (madre tierra) a la que antes de la cosecha le han ofrecido, a través de un curandero, semillas, sebo de llama, hoja de coca, cañazo, incienso y plumas de cóndor, entre otros elementos. Un pagapu que se repite cada año, en presencia de toda la comunidad, y que tiene como finalidad que la deidad les proporcione agua durante todo el calendario agrícola.

El momento, además de constituir un ritual imprescindible en la vida de este pequeño anexo de Coyllurqui, es ideal para que todos los pobladores trabajen en conjunto en la limpieza del canal que les transporta el agua desde la laguna y –lo más importante– que decidan su distribución entre cada chacra.

El agua es fundamental para desarrollar las actividades diarias de Griselda Letona. Sin embargo, el canal que abastece al resto de las chacras de su localidad no llega hasta su predio, al no poder remontar la pendiente de la loma sobre la cual se sitúa su terreno de dieciocho mil metros cuadrados. Un pequeño escollo que esta aguerrida y tenaz campesina sortea no sin cierta dificultad. Pero basta con caminar por su finca para darse cuenta de su buen hacer. Es una de las más hermosas del lugar. Y ella lo sabe. Su trabajo le ha costado.


El hogar de Griselda es lo que el Proyecto “Promoviendo el Manejo Sostenible de la Tierra en Apurímac” (MST-Apurímac), del que ella es promotora, denomina parcela integral. Tiene de todo. Una vivienda saludable de dos pisos con su cocina mejorada, un galpón de cuyes, un corral donde se crían lustrosas gallinas y un gallo presumido, un terreno donde pastan vacas y tres colmenas donde las abejas producen miel. También posee varios árboles frutales, un terreno donde crece el forraje que alimenta a los animales y una inmensa chacra con múltiples hortalizas bordeada por cientos y cientos de flores multicolores. “Somos creyentes, evangélicos, y las flores son para nosotros una manera de alabar a Dios, de agradecerle por todo lo que tenemos”, explica.

Su pequeño paraíso, sin embargo, no siempre fue así. Esta trabajadora incansable, madre de cinco hijos (entre ellos dos pares de gemelos), sabe lo que es romperse la espalda cultivando. Antes vivía en la parte alta de Acpitan, en un terreno de 400 metros cuadrados del que no obtenía mucho. Por eso, junto a Urbano Rodríguez, su esposo, trabajador administrativo de la escuela de Coyllurqui, compraron este nuevo terreno, mucho más grande. Su objetivo era poder producir más y vivir mejor.

“Empecé plantando maíz y trigo, pero el terreno no era propicio y las plantas crecían muy poco. Entonces decidí cultivar zanahoria. Y para hacerlo empecé a traer tierra de otros lados, porque es una planta que necesita buena profundidad. Sale muy buena”, -afirma mientras señala la hortaliza. “Ahora también tengo cebollas, papas, alverjas y, por fin, buen maíz. Lo cultivo en esta camita, donde la tierra es más profunda. Y cada vez produzco más cositas”.

Tantas que Griselda ya no tiene necesidad de ir al mercado. Al menos a comprar verduras y hortalizas. “Todo lo tengo aquí. Sale directo de la chacra a la olla. No hay nada mejor que comer lo que uno produce. Sabe mucho mejor. Todo lo que hay aquí crece sin químicos”, sostiene.


Nunca estuvo tentada de usarlos. Y eso que a la comunidad llegaron programas que los repartían de manera gratuita. Pero ella había escuchado que malograban la chacra y traían enfermedades. Y si algo tiene claro Griselda es que no quiere estropear aquello que le da de comer a su familia. Por eso hace un año entró en contacto con el MST-Apurímac. Tenía curiosidad por aprender más. Y aunque al principio Urbano no quería ahora ambos son férreos defensores de lo que en la Escuela de Promotores del Proyecto se enseña: una agricultura sostenible basada en el trabajo adecuado de la tierra. Además de cocinar exquisito, Griselda también se ha hecho experta en preparar abonos orgánicos como el biol, el compost y el humus.

Su conocimiento, asimismo, es compartido: enseña a cuatro mujeres más (dos jóvenes y dos adultas) los secretos de la chacra. Uno de los objetivos del Proyecto es que cada vez sean más los agricultores que sepan cómo cultivar de modo orgánico, y ella lo hace de la mejor manera: predicando con el ejemplo. “Nos juntamos una vez al mes y les enseño lo que sé. Si ellas no tienen biol yo les doy del mío. Lo que hay se multiplica. Mientras Dios me dé vida yo quiero producir. Se acabó el vivir mirando el bolsillo de mi marido”, dice.

Para Urbano el cambio no ha sido fácil, pero ahora habla con orgullo del doble trabajo que realiza su mujer, tanto en la casa como en el campo. El próximo reto de Griselda será alejarse por unos días de su familia para asistir a una de las pasantías que el Proyecto promociona entre los alumnos de la Escuela de Promotores. El objetivo de estas pasantías es fomentar el intercambio de experiencias entre comunidades que han apostado por impulsar buenas prácticas en el manejo del agua o la recuperación de sistemas de andenes y terrazas. “Yo solo quiero saber más de la tierra para que mis hijos puedan comer mejor, crezcan sanos, estudien y vuelvan acá para contribuir al desarrollo de la comunidad”, asegura. ■


Texto escrito por Carolina Martín –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Ecohéroes. Fue publicada por el MINAM en marzo del 2013.

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Redaccion Apacheta

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