Verdadero calor de hogar

Justo Abiega emprende el ascenso, sobre escalones formados por piedras y tierra. A medida que sube, empieza a narrar su antigua vida. Cruza una madera colocada a modo de puente e ingresa a la que fue su segunda casa: señala el lugar donde solía dormir con Friné Peña, su esposa, y sus tres hijos. Más que una vivienda, lo que se tiene enfrente es un cuarto amplio con pisos de madera, una sola ventana que mira el campo, una cama abandonada contra la pared de adobe, algunos objetos y maíz. La que fue su vivienda hasta hace un año, ahora es un depósito de maíz; la cocina y el baño, que se ubicaban en la parte baja, están reservados para los cuyes.

A sus 47 años, la historia de Justo se puede narrar a través de las tres casas que habitó en la comunidad de Lutto Kututo, en el distrito de Llusco, provincia de Chumbivilcas, en Cusco. La primera es un espacio de piedras, suelo de tierra y techo de calamina, donde los roedores solían ser una amenaza. Para Justo y Friné fue la oportunidad de dejar la casa materna, tras tres años de convivencia. Y de poseer un terreno con una pequeña laguna abastecida de agua de manantial, en la entrada de su propiedad.

El fitotoldo instalado en su casa le permite a Friné Peña cultivar hortalizas. Antes esto era imposible.

La segunda es la que ocupaba hasta hace un año, a la que ingresó hace un momento a través de un puente de madera. Una noche su nieta, Soledad, cayó a la zanja que hay bajo ese tronco, cuando lo cruzaba sobre los hombros de su abuela. Resultó ilesa. En este espacio crecieron el padre de Soledad, Dino (ingeniero agropecuario) y las dos hijas de Justo y Friné, Berleyna (estudiante de Diseño gráfico y Publicidad en Lima gracias a Beca 18) y Natali (estudiante de Contabilidad en la ciudad del Cusco).

Y está la tercera, en la parte baja de su terreno, la que ha transformado su forma de relacionarse al mundo: la casa climatizada.


“Antes había incomodidad, para ir al baño tenía que salir con lluvia, hacía frío. Me enfermaba de la garganta, ni las pastillas me sanaban. Solo con inyección. Desde que vivimos en esta casa ninguno va a la posta. Hace un año que no me enfermo. Vivir aquí era trágico”, recuerda Friné.

Ella fue la más perjudicada ya que, cuando cocinaba, el humo irritaba sus ojos. No lo hace más, la casa que construyeron ellos mismos con algunos pobladores de la comunidad de Lutto Kututo y apoyo técnico, cuenta con una cocina a gas, que evita la tala de árboles para obtener madera. Y posee las comodidades, agrega, de un hogar de ciudad, pero en un ambiente donde respira aire limpio, sin ruido, con productos que cosechan sin pesticidas, con leche que pasa de la vaca a la boca cualquier mañana como la de hoy.

“Hace cuatro meses me he comprado mi olla a presión. Pasaron por acá a ofrecerme y me he animado”.

Los colores de la casa los ha elegido ella: lila para la cocina, decorada con muebles de sillar, y para el cuarto de su nieta. Y tonos claros en el resto de los ambientes: tres cuartos, un comedor, un baño y una barra donde comen a diario. Es la primera vez que Friné y Justo tienen privacidad como pareja. Su relación, sonríen con picardía, ha mejorado desde entonces.

Los alimentos que antes compraban, ahora Friné los cosecha en su fitotoldo: tomate, rocoto, cebolla, brócoli, repollo; productos que no crecían en su chacra y que copan su nuevo invernadero. Ese es un aspecto fundamental de la casa climatizada: los hace más autosuficientes, responsables ambientalmente y menos dependientes del resto. Y el resto, a más de 3 mil metros sobre el nivel del mar, a siete horas de la ciudad de Cusco desde su comunidad, es un lugar que resulta lejano y ajeno.

La ruta más corta para llegar a Chumbivilcas toma, desde Cusco, poco más de cinco horas por un camino de ripio (tierra y piedras pequeñas), curvas constantes y nubes que calman, en parte, lo áspero del trayecto. El asfalto alcanzó hasta cierto punto apenas iniciado el camino; después viene la adversidad. Las ganas de crecer, sin embargo, se hacen presentes en los rostros de los pobladores de Lutto Kututo como Friné y Justo, Wilbert Ataucuri y su esposa Bacili Huayto, Juan Cuba y su esposa Cristina Vega, entre otras ocho familias del anexo Challa Challa. Este grupo de pobladores de Llusco, y otro de Quiñota, ambos los distritos más pobres de la provincia, resultaron beneficiados con el proyecto “Qoñi Wasi, Allin Kawsay” o “Vivir bien con casas climatizadas”. Promovido por el Centro Andino de Educación y Promoción “José María Arguedas” (CADEP “JMA”), permitió la construcción de 49 viviendas que le sacan provecho al entorno.

Todos ellos conservan las tradiciones del pueblo en sus vestimentas, en su amor por el ganado y los toros, como lo evidencian las plazas en cada comunidad. Si no lacean ni torean, reza un dicho popular, no son chumbivilcanos. La herencia española está presente en la vida cotidiana. Y desde hace un año, se ha instalado un presente más digno, que augura un futuro mejor. Lo reafirman con esperanza:

Wilbert Ataucuri, su esposa Bacilia Huayto y sus hijas Thalia, Analí y Cris tienen una mejor calidad de vida gracias a su nueva vivienda.

“Mis hijos van a poder desarrollarse mejor con su cuarto ordenado, no sufrirán del humo como antes con la cocina a leña”. “Estamos mejor que en la ciudad, porque ni en ciudad viven así. Ahora nos bañamos todos los días con agua caliente, antes una vez por semana, mucho frío. Mis familiares vienen a bañarse acá”. “Conversamos mejor con mi pareja, planificamos. Tenemos que ir mejorando”. “La primera noche en la nueva casa no podíamos descansar, era muy cálido. Nos hemos acostumbrado. Ahora ya no hay ganas de salir. Cuando corre viento, la gente me dice qué haces adentro en tu casa. Tejo, converso con mi esposo”.


Una casa climatizada, como la de Justo y Friné, es una vivienda en la que se han incorporado muros dobles y techos contenedores de calor; techos y ventanas tragaluz con la finalidad de hacerla más calurosa e iluminada; terma solar que aprovecha la radiación del sol; y fitotoldo contiguo al comedor, para que al abrir la ventana que los conecta, suba la temperatura del espacio.

“Había visto el techo y las paredes y me había enamorado de la casa, era bonita. Estuve presionando para estar en el grupo. Fui el último de los beneficiarios. Tenía esperanzas, sino me la daban igual iba a hacerla solo pero en miniatura”.

Las pequeñas Thalia y Analí hacen sus tareas en un espacio cálido y confortable.

Justo participó en el ayni y la minka en su comunidad, ese trabajo colectivo que se da en los Andes peruanos. Para las casas de otros comuneros, elaboró ladrillos de adobe de distintas medidas. Cuando insistió en ser parte de este proyecto, y fue incorporado como último beneficiario, tuvo que hacer 4.500 adobes en poco tiempo. Suplicó a los vecinos su ayuda, sumándose a la vez, las esposas e hijos a la labor.

“Nos ha juntado la unión, vivir en familia, esa comunicación que hubo en el tiempo que trabajamos”.

La que solía ser su realidad se puede ver graficada en un mapa en la pared del comedor, junto a las metas a futuro. Dibujos a modo de recordatorio, como para valorar todo, desde el apoyo y financiamiento de organismos internacionales, hasta la labor comunitaria que hoy resalta. Fueron los pobladores quienes levantaron las casas en tres meses, guiados por expertos, quienes orientaron la distribución de la vivienda hacia el norte, para contar con mejor luz y radiación solar. El modelo era igual para todos, aunque se podía efectuar algunas variantes en el diseño de la cocina.

Este tipo de vivienda permite hacer frente al frío extremo a más de tres mil metros de altura.

La idea del proyecto es reducir la vulnerabilidad de las familias rurales de las zonas altoandinas que se ven afectadas por una mayor variabilidad climática y la presencia irregular de eventos climáticos extremos, como heladas intensas y recurrentes. Si bien el clima les puede jugar en contra, con las nuevas tecnologías instaladas en sus casas han aprendido a sacarle provecho. Utilizando la radicación solar, estas familias producen energía para atender sus necesidades domésticas (tienen agua caliente y ambientes con temperaturas altas) con la finalidad de mejorar las condiciones de salud de todos


“Hoy me levanté a las siete de la mañana. Cuando no hay lluvia, no hay ganas de trabajar. Si hubiera, estaríamos sembrando papa con la lampa”.

Justo expresa el sentir ante una realidad: no ha llovido en esta época de precipitaciones; si cae algo del cielo, es granizo que daña el maíz y las papas. Ese nuevo escenario, tanto Justo como otros comuneros, lo justifican debido al cambio climático. Preparados contra el frío extremo, ahora la preocupación de los pobladores está depositada en el agua. Justo ha comprado, con su trabajo eventual como albañil, una bomba para tener más agua. Con eso, ha dado un nuevo paso; el primero, al igual que otros comuneros, ya lo dio: fue al construir su casa climatizada, dando calor en las alturas de Chumbivilcas.


Crónica escrita por Gonzalo Galarza –con fotografías de Cecilia Larrabure– que forma parte del libro Lecciones de la Tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

Imagen por defecto
Redaccion Apacheta

Deja un comentario