Una chacra sin caballos ni químicos

La confesión, pronunciada con un tono de voz extremadamente bajo, suena tan natural que apenas sorprende. “Cuando el Proyecto “Promoviendo el Manejo Sostenible de la Tierra en Apurímac” (MST-Apurímac) llegó a Ccasancca (en la subcuenca Vilcabamba Alta de la provincia de Grau, Apurímac) ya estábamos pensando en usar abonos químicos. Habíamos visto en Curahuasi cómo producían el anís de esta manera, y teníamos la idea de imitarlos. Así que tomamos la decisión de comprar ese tipo de fertilizantes por kilos; ya no sabíamos qué hacer para producir más y mejor”, reconoce Raúl Oruro, el vicepresidente de la comunidad, sentado sobre una de las bancas cubiertas con tejido de alpaca de la estancia donde recibe a los visitantes. “Casi en simultáneo asistí a una capacitación en Vilcabamba y aprendí que, para nuestras tierras, era mejor elaborar nuestro propio fertilizante con desechos como el guano y el follaje. ¡Y resultó! Además, mi familia, ahora come más segura. La enfermedad llega con los productos que no sabes cómo han sido cultivados ni abonados. No es nuestro caso”.

Hecha la introducción el campesino cruza el umbral de la puerta que está a su espalda. Y sale a un angosto camino de tierra en el que se para, con los brazos en jarra, para observar sus dominios. La vista es impresionante. A sus pies se extiende toda una quebrada en la que se aprecian numerosas chacras delimitadas de forma dispareja, pero al mismo tiempo armónica. Entre ellas, por supuesto, la suya. Inmensa. Con diferentes tipos de cultivo, algunas vacas y enormes eucaliptos al fondo. Comienza entonces a descender por la ladera hacia la parte principal de su vivienda, formada por tres cabañas construidas en forma de “U” en las que su familia (vive con su esposa, una hija y sus tres nietos) duerme y cocina. ‘Raulcha’ (así le llaman sus amigos) trabaja en la mina para completar sus ingresos.

“Si nuestras parcelas produjeran lo suficiente ya no sería necesario buscar dinero en la mina”, comenta Raúl. Al igual que el resto de la comunidad de la cual es vicepresidente, trabaja duro para completar los ingresos generados por el cultivo del maíz, trigo, habas o papa, porque son varias las personas de su familia que dependen enteramente de su trabajo.


Ccasancca quiere progresar con todas sus fuerzas. Y gracias al MST-Apurímac ahora están más organizados y pueden coordinar su desarrollo de forma conjunta. Ya han avanzado bastante. Celebran asambleas mensuales a las que asiste toda la población, es decir, los 120 comuneros calificados, las mujeres y los jóvenes. Por eso el reciente interés de estos últimos en los asuntos del pueblo está revestido de una especial significación y es un logro para una comunidad que, gracias a las asesorías del MST-Apurímac, ahora sabe de la importancia de tomar cada decisión y avanzar siguiendo una serie de pautas legales. Ya dieron el primer paso y, plano en mano, inscribieron la comunidad campesina como tal en registros públicos.

“Ahora ya nadie puede meterse en nuestros territorios. Y tenemos más voz y voto. Hasta hace poco ser el presidente de la comunidad, por ejemplo, era un reconocimiento interno, entre nosotros; pero ahora el cargo es una autoridad reconocida oficialmente y de esta manera es más fácil buscar apoyos de la región o de otros organismos”, afirma. También han avanzado su Plan de Desarrollo Comunal en un 70%. Y eso incluye, gracias a un convenio con la ONG CEPRODER (Centro de Promoción y Desarrollo Rural), la construcción de un colegio de primaria cuyos muros de adobe, levantados por la propia comunidad antes de la siembra, ya están terminados; los trabajos del enmallado del perímetro del local de secundaria y el entubado de los canales de riego.

El agua cada vez escasea más y sin ella no hay cultivos. Por eso han tenido que modificar algunas de sus costumbres y dejar atrás la Miska o Mahuey, es decir, la siembra temprana que entre junio y octubre antecedía a la gran campaña agrícola de noviembre. La falta de lluvias en la zona no permite ya abastecer de agua a todas las chacras; y ésta hay que cuidarla con esmero. En una parcela cercana a su hogar, junto a un eucalipto centenario, Raúl ha redescubierto un ojo de agua que había permanecido seco por años, y ahora abastece sus cultivos. Ahora lo cuida como a un niño porque sabe que ese manantial es la verdadera alma de su parcela.


Las asambleas son importantes porque ponen cotos a situaciones que antes generaban serios conflictos entre los propios agricultores. Un ejemplo: ahora los dueños de los caballos que pastan en las zonas altas ya solo pueden bajar a sus animales cuando la cosecha ha terminado en todas las parcelas. Algo básico y de sentido común que, sin embargo, no siempre se hizo así, por lo que nunca faltaban los equinos que destrozaran parte de la producción antes de ser recolectada. Las disputas entre vecinos estaban a la orden del día. Aunque ya no existe ese problema el debate sobre los caballos continúa. Y Ccasancca está evaluando si reducir el número de estos animales en sus territorios. Una decisión difícil. Cada comunero tiene entre 4 y 12 jamelgos. Son un símbolo de estatus, pero ya no se utilizan para el transporte y malogran el pastizal. “Comen el doble que una vaca y además lo arrancan de raíz. Eso no puede ser”, cuenta Raúl.

La resolución que marcará el destino de los caballos de Ccasancca se tomará en las siguientes asambleas. Y todos en la comunidad saben que tendrán que acatar lo que se decida. Trabajar de forma organizada –reconocen- les ha hecho ganar en calidad de vida. La maquinaria del cambio ha comenzado a moverse y los campesinos como Raúl tienen conciencia de que son parte imprescindible de ese engranaje. Saben que la transformación será lenta, pero apuestan firmemente por ella. ■


Crónica escrita por Carolina Martín –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Ecohéroes. Fue publicada por el MINAM en marzo del 2013.

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Redaccion Apacheta

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