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Y las lechugas llegaron a Santa Rosa, casi el techo de Apurímac, ese departamento arrugado de cumbres y abismos. Y lo hicieron junto a las cebollas, los repollos, las zanahorias, el brócoli, y los rábanos. Y Agustín y Magdalena, y sus hijas, Kelly, Mery y Cris pudieron probar por primera vez el sabor de una beterraga. Y lo hicieron a 4.600 metros de altura, donde manda la puna, y apenas crece el pasto natural para las alpacas. Y fue así gracias a los biohuertos con fitotoldos que instalaron apoyados por el Programa de Adaptación al Cambio Climático-PACCPerú, junto a la asociación civil Pachamama Raymi y la Municipalidad de Juan Espinoza Medrano, para fomentar la disponibilidad permanente a los alimentos y su consumo equilibrado. Es decir, la seguridad alimentaria.
Santa Rosa es una pequeña comunidad alpaquera, la más alta de la microcuenca Mollebamba. Está compuesta por treinta familias, obligadas al nomadismo por el pastoreo. A finales de 2010, elaboraron su plan de desarrollo comunal, con el apoyo técnico del PACC, y reflexionaron sobre los impactos del cambio climático en la localidad. Quince familias se animaron a construir pequeños huertos destinados al cultivo de hortalizas. Les servirían para cubrir sus necesidades alimenticias y nutricionales en condiciones de temperaturas mínimas extremas. Tendrían unos veinticinco metros cuadrados, estarían cerrados con muros de piedra, y cubiertos con planchas de plástico rígido.
—Nuestros ancestros comían lo que producían acá: la carne, un poco de papa, maíz, cebada —dice Agustín Lupa, de 30 años. Él y su esposa, Magdalena Paniura, de 28, se entusiasmaron con la idea.
La propuesta era simple: en el marco de los concursos campesinos, las familias interesadas tendrían que hacer los cuatro muros; a cambio, el PACC aportaría la madera para la estructura del techado y el policarbonato de la cubierta, un material con mayor durabilidad. Los rayos del sol y el efecto invernadero harían el resto.
Les ayudó Amílcar Aroni, el primo de Agustín. Juntos practicaron el ayni, una forma andina de trabajo basada en la reciprocidad. Tardaron dos semanas en hacer los muros, y dos días más en instalar la cubierta.
Tres meses después llegó lo que jamás habían imaginado: su primera cosecha de lechugas. Agustín recuerda que se dijo: “Con esto voy a estar mejor que en la ciudad”. Y se sintió satisfecho: “Consumes lo que produces, y además es natural.” Aprendieron a preparar abono orgánico. Tenían mucho estiércol, de sus 150 alpacas.
La vida de Agustín, Madgalena, y sus tres hijas, —Kelly, de 10 años; Mery, de 8, y Cris, de 3— ha cambiado. La de Madgalena, porque desde entonces es ella quien se encarga del cuidado de estos cultivos. La dieta familiar es diferente, más saludable. En la pared de la cocina de una de sus cabañas, un afiche distribuido por este programa les recuerda: “Alimentación balanceada”.
La economía familiar ha mejorado. “Una lechuga te la venderán a tres o cuatro soles. Si produces cuatro o cinco, ya son veinte soles que ahorras”, calcula Agustín. “No me acuerdo de la última vez que compramos verduras en Calcauso”, confiesa Magdalena. En alguna ocasión, Agustín ha ido hasta esa comunidad vecina para vender hortalizas durante la época de estiaje. ¿Lechugas de Santa Rosa? Insólito.
El ejemplo de esta pareja se replica unos kilómetros más allá, en las tierras de sus primos y compadres, Amílcar Aroni, de 30 años, y su esposa Cleofé Huarcaya, de 26. “El PACC nos orientó: ‘Pueden construir un fitotoldo y adentro tener verduras. Y es bueno para ustedes y para los niños’. Y nosotros quisimos.” Agustín les devolvió el favor y colaboró en levantar y techar su biohuerto.
A los pequeños Edison, de 7 años, y Efraín, de 4, les encanta comer zanahorias, tanto que apenas las dejan crecer. “Como es buena para la vista, más consumimos”. Y también lechuga, aunque al principio su sabor les resultaba extraño. Y acelgas, en torrejas de harina y huevo.
Como otras mujeres de la comunidad, Cleofé tuvo que aprender a cocinar hortalizas que no conocía, como la beterraga. “No sabía cómo se hacía. Probé. Como era parecida a una papa, tenía que ser como se prepara la papa”.
Su fitotoldo lo dejaron descansar mientras acababa el embarazo de su tercer hijo. Ahora, tres meses después del parto de Max —al que Cleofé carga en una cuna de madera, con su lliclla—, todo está sembrado ya en el almácigo y preparado para la siguiente campaña.
En Santa Rosa hay un biohuerto con fitotoldo muy especial. Está en la Institución Educativa 54281, en el centro poblado, a una hora y media a pie de cualquier cabaña familiar. Allí estudian Kelly y Mery, y también Edison. Cada lunes por la mañana caminan ese tiempo hasta llegar a una pampa entre cerros, con una docena de casas de adobe habitualmente deshabitadas; una posta médica, que abre solo diez días al mes; y una pequeña escuelita pintada en rojo y amarillo. Dentro hay una sola aula, con otros ocho niños.
Cirilo Cahuana, de 33 años, es su profesor, el director del centro, y quien les cuida de lunes a viernes —durante la semana duermen en el centro poblado para evitarles las tres o cuatro horas de trayecto diario—. “En esta zona de altura, es muy importante el fitotoldo. Nos apoya para que los niños sepan cultivar hortalizas. También tienen en sus casas, así que desde aquí se llevan esta experiencia, y la aplican”.
Cirilo aún no trabajaba en Santa Rosa cuando la comunidad acordó —junto a la Municipalidad de Juan Espinoza Medrano y el PACC— la construcción de este biohuerto cerrado adosado a la escuela. La medida se completó con la captación de agua de una quebrada, su conducción hasta la institución educativa, y la instalación de una terma de agua caliente para las duchas y los lavaderos. La autoridad municipal puso el cemento y el fierro, el programa las planchas de policarbonato y la terma solar, y las familias la mano de obra.
Después de tres años, la experiencia es muy positiva: la producción de hortalizas complementa los almuerzos escolares del Qali Warma, el Programa Nacional de Alimentación Escolar; y regula la temperatura del aula, haciéndola menos fría, gracias al efecto invernadero que se produce en el biohuerto. Además es una herramienta educativa para hablar a los niños sobre medio ambiente. “Saben qué es, como cuidarlo”, explica Cirilo. “Les dicen a sus papás que la bolsa de plástico no se puede tirar en cualquier parte, en el bofedal; porque esta zona es alpaquera y si el agua se contamina, los animales se contaminan. Y eso es lo que estamos consumiendo.”
Para que no lo olviden, en una de las paredes de su aula, se puede leer: “Pachamamanchikta munakusun”. Cuidemos a la Madre Tierra. ■
Una crónica escrita por Raúl M. Riebenbauer –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Yachaykusun. Fue publicada por la COSUDE y el MINAM en diciembre de 2014.