La comunidad que intenta curar un río

Fructosa Cruz supo que el río de su pueblo estaba envenenado una mañana mientras hervía un poco de agua para el desayuno. Luego de poner la olla al fuego durante unos minutos, notó que el agua se convertía en un líquido turbio, que dejaba en el fondo del recipiente un sedimento rojizo y pastoso, que apestaba a óxido. Por esos días, a inicios de los noventa, Fructosa Cruz no sabía qué pasaba con exactitud, pero lo intuía. No era la primera mala noticia. Desde hacía unos años atrás, las aguas cristalinas del río Negro —el único que riega las tierras de la comunidad Cordillera Blanca, en los Andes centrales del Perú— habían adquirido un extraño color naranja.

Las madres fueron las primeras en notarlo. Las camisas blancas que lavaban en el río se teñían de anaranjado. También la piel de quienes se bañaban allí. Las manos y la cara se les resecaban. Poco a poco las truchas morían sin explicación. Las ranas desaparecían. Las hortalizas agonizaban. Los pastos verdes se cubrían de un lodo ácido. Las vacas y ovejas perdían el apetito y enflaquecían. Los niños tenían diarreas. Los ancianos sufrían náuseas. Las más de 100 familias de Cordillera Blanca —ubicada junto al Parque Nacional Huascarán, en la puna de Áncash— sospechaban de la toxicidad del río, pero no se atrevieron a asegurar nada hasta que la comida comenzó a saber mal.

Luego de hervir el agua aquella mañana, Fructosa Cruz preparó mazamorra de trigo para sus hijos. Comió el primer bocado. Pero lo escupió. “¡Era un asco, parecía que le habían exprimido un limón!”, recuerda, 20 años después, desde una colina donde se observa el río Negro: un torrente rojizo que desciende desde los glaciares y se extiende sobre la tierra como una cicatriz profunda. “Allí me bañaba y jugaba cuando era chica con mis amigas”, cuenta la campesina de 60 años, mientras se acomoda el sombrero marrón que la protege del sol intenso de noviembre. “Todo era verde antes. Ahora nadie va. Es como si el río se hubiera muerto”.

El equipo del CIAL fue entrenado para medir la calidad del agua y construir una red de canales para purificarla.

Son las 10 de la mañana y Fructosa Cruz —chompa celeste, sombrero marrón, pollera blanca— ha salido de su casa para encontrarse con siete comuneros más, en la orilla del río contaminado. Ellos conforman el Comité de Investigación Agropecuaria Local (CIAL), el equipo encargado de “curar” las aguas del único río que alimenta a la comunidad más grande de Canrey Chico, a casi cuatro mil metros de altura, en el tejado del mundo.

Cuando los campesinos de Cordillera Blanca hablan de su tierra, abren los ojos y apuran las palabras como chicos que hablan de sus juguetes más queridos: en esta tierra se producen leche y quesos exquisitos; hay chacras extensas de papa, maíz y olluco; hay cientos de ovejas y vacas; y un precioso bosque de eucaliptos que llena el aire limpio de la puna con un aroma mentolado. Incluso, dicen, en estas colinas se filmó Madeinusa, la premiada película peruana. “En mi pueblo tengo todo”, dice Vicente Salvador, un campesino recio de voz amable y ojos pardos, vecino ilustre y presidente del CIAL. “Todo sería perfecto si el río fuera como antes”.

Vicente Salvador lidera el equipo de pobladores que quiere devolverle su pureza al río Negro.

Los comuneros de mayor edad de Cordillera Blanca aseguran que el río Negro comenzó a morir después del “gran terremoto”. Aquella tarde de mayo de 1970, Vicente Salvador era un niño que pastaba ovejas cuando escuchó el estruendo. A 40 kilómetros de su casa, una avalancha sepultaba la ciudad de Yungay bajo toneladas de lodo, rocas y hielo. Más de 20 mil personas murieron ese día en minutos. Salvador recuerda que aquel sismo —considerado el más destructivo de la historia del Perú— no devastó su pueblo, pero sí dejó secuelas sobre el paisaje. El cataclismo cambió el curso de los arroyos y ríos, y fracturó glaciares, dejando rocas abundantes en minerales a la intemperie. Con los años, estas rocas se oxidaron y ese polvo rojizo contaminó el agua que hasta hoy desciende desde los glaciares que se deshielan rápidamente debido al calentamiento global. “Así se jodió el río Negro”, asegura el campesino de 64 años, de pie sobre el viejo canal que se abre a un lado del cauce. “Algunos pensaron que esa arena roja venía de una mina y se pusieron a buscar si había oro. Pero por aquí no hay minas. Es la propia naturaleza la que nos contamina”.

Vicente Salvador ha sacado un aparato diminuto de color rojo de un maletín lleno de botellitas y goteros. El instrumento se llama peachímetro, se parece mucho a un encendedor y sirve para medir la acidez de los líquidos. El campesino lo sumerge en el canal unos segundos y lo saca. El agua, asegura, tiene 2,5 de pH. Es decir: demasiado ácida para ser consumida. El agua debe tener entre 6 y 8 de pH para tomarla. Mientras haya metales tóxicos en el río, dice Salvador, será imposible alcanzar ese nivel.

El peligro es microscópico. Cuando partículas de minerales como el plomo o el cadmio ingresan al cuerpo, jamás vuelven a salir del organismo. Son sustancias químicas que dañan el sistema nervioso, los riñones, incluso provocan cáncer. Durante más de dos décadas el pueblo de Cordillera Blanca vivió consumiendo esa agua contaminada. Aunque no existen estudios del Ministerio de Salud sobre este caso, los comuneros aseguran que todavía quedan niños y ancianos que sufren cólicos estomacales y enfermedades de la sangre. “Mañana, por ejemplo, van a enterrar a una señora de 80 años que murió de cáncer al estómago”, comenta Fructosa Cruz. “Dicen que se enfermó por tomar esa agua cochina”.

Para reducir el riesgo, además de instalar agua potable en sus casas, las familias de Cordillera Blanca buscaron la ayuda de expertos. Así, gracias al apoyo de ingenieros del Instituto de Montaña y la Universidad Nacional Santiago Antúnez de Mayolo de Áncash, iniciaron un proyecto para salvar el río. Durante más de dos años todo el equipo del CIAL fue entrenado para medir la calidad del agua y construir una red de canales para purificarla.

Esta mañana Vicente Salvador, presidente del CIAL, va delante e inspecciona junto a sus compañeros que el sistema funcione. Desde el viejo canal instalado a un lado del río, el agua viaja por una red de canales de tres kilómetros de extensión, construidos a inicios del 2014. El sistema, explica Vicente, funciona como una especie de intestino: el agua pasa primero por unos pozos donde se queda el sedimento y luego viajan a otros pozos más grandes donde se han sembrado totorales y juncos, plantas locales que absorben el óxido del agua a través de sus raíces. También se usan bacterias cultivadas en laboratorio que ayudan a reducir la acidez del agua. Al final del proceso, el canal provee de 120 litros de agua purificada por segundo para toda la población. Con esa agua pueden regar un área similar a 60 canchas de fútbol, llena de pastos naturales que les permitirán producir más leche y criar ganado saludable. “Hemos demostrado que podemos curar el río usando nuestro conocimiento ancestral y también el científico”, dice el agricultor, quien no pudo terminar la secundaria.

Y es que, a pesar de la capacitación, Vicente Salvador recuerda que al principio los comuneros de Cordillera Blanca miraban desconfiados el trabajo del CIAL. ¿Cómo unos campesinos iban a purificar el agua sino eran ingenieros? Tres años después sus paisanos cambiarían de opinión viendo los resultados. Ahora su equipo comparte el conocimiento con otras comunidades cercanas que también padecen el mismo problema. Solo basta recorrer el caudal del río Santa, el más famoso de Áncash, para notarlo: en varios kilómetros de su torrente, puede verse cómo las piedras se tiñen de naranja, de ese óxido tóxico que tanto daño ha hecho a la población de Cordillera Blanca. Doris Chávez, experta del Instituto de Montaña, asegura que la experiencia de la comunidad es importante pues, de tener éxito, podría resolver la contaminación que ya está afectando a otros ríos importantes de la región. Los ríos se nutren unos a otros. El daño de uno se propaga a otro y a otro y a otro, como una reacción en cadena. “Por suerte nosotros ya empezamos a hacer algo para evitarlo”, dice Vicente Salvador, mientras descendemos por el bosque de eucaliptos.

Después de meses de trabajo purificando el agua, los hijos de los campesinos pueden jugar en ella sin miedo a enfermarse.

En el tramo final del arroyo, cerca de la casa comunal, el agua es más cristalina. La tierra negra y la hierba verde donde pastan unas vacas no tienen rastro de óxido. La señora Fructosa Cruz, dueña de la bodega del pueblo, pide el peachímetro para medir la acidez del agua. Resultado: 6 de pH. “Ahora se puede tomar”, ríe Vicente Salvador mientras recoge un poco de agua con las manos y se moja la cara. También prueba un sorbo. Ya no sabe a limonada: ahora es fresca, no apesta a óxido y eso indica que es de mejor calidad. Es cuestión de tiempo y apoyo, dice el campesino, para beber el agua del río otra vez, sin miedo. ■


Crónica escrita por Joseph Zárate –con fotografías de Enrique Cúneo– que forma parte del libro Lecciones de la Tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

Imagen por defecto
Redaccion Apacheta

Deja un comentario