Si hay árboles arriba, hay agua abajo

Mira la grabadora y dice:

—Usted se va a llevar mi voz de acá —Se ríe. Hace una pausa. Y añade—: Usted me tiene que dejar también su voz.

Los ojos de Elvira Huamán son pequeños y tienen forma de gota también cuando deja de reír. Entonces aprieta los labios. Elvira viste una falda fucsia y una chaquetilla de color crema que ya no es de color crema, con seis botones de los que solo uno está abotonado. Lleva un sombrero fedora de hombre, pequeño, gris, a cuadros, del que se escapan algunos mechones de cabello aún negro, con no muchas canas, y una trenza no muy larga. Elvira tiene 62 años y tres hijos vivos. Otros dos murieron. Ha sido madre soltera: “He trabajado duro y parejo, para criar a mis hijos”. No posee animales —”una gallina nomás”—, ni tierras. Cuando la arrienda siembra “oquita, olluquito, papita, habita, maíz… Lo que da pues acá en la sierra. Y alverjitas, sí”. También hila y teje alforjas y ponchos. Si consigue vender uno, gana sesenta soles. No es mucho, pero más de lo que pagaban antes. En Cajas, el caserío en el que vive, no quedan muchas personas más mayores que ella: el señor Isaías y algunas más, aunque no sabe cuántas.

—Cuando el tiempo que yo era chica, siempre había palos —así llaman a los árboles en Cajas—, y estaban más cerca. Y como ya fuimos cortando todos, se iban destruyendo.

La tala para conseguir leña para cocinar, y madera para hacer sillas y mesas, fabricar puertas, o construir casas, se llevó por delante alisos, cedros, y palos naturales como los cohueros, y cuncharos. “Hasta que yo fui grande, y de allí se terminaron ya”.

Elvira lo cuenta sentada en el borde de una de las camas del vivero forestal de la comunidad, junto a trece mil plantones de pino y queñua —”aquí le decimos quiñawiro”—. En Cajas, como en los otros nueve caseríos del centro poblado menor de Choco, en la provincia de Morropón, Piura, el verbo deforestar ya no se conjuga.

Elvira Huamán (la primera a la izquierda) y algunas mujeres del caserío de Cajas preparan 13.000 plantones de pino y queñua para trasplantarlos en Cerro Candela.

El vivero no es ni muy grande ni muy pequeño. Está en una pendiente de la montaña, escalonado, con pinos y cipreses a un lado para proteger los plantones de las heladas, y el paisaje montañoso al otro. Si se mira hacia allí es fácil suponer que Cajas y los otros caseríos están a varios miles de metros sobre el nivel del mar.

Walter Huamán, de 39 años, su esposa Herlinda García, de 32, y sus cinco hijos, viven junto a este vivero. Él es el presidente del Comité de Reforestación, desde que le eligió la comunidad hace cuatro años. Como el resto de hombres de la zona viste un poncho largo —el suyo es azul acero, el color más común—, que cubre todo su cuerpo, casi hasta sus tobillos. Lleva una gorra de béisbol, también azul.

Walter había escuchado hablar alguna vez del cambio climático. Fue por la radio, porque en Cajas no hay televisión. “La tierra se está calentando mucho. Todo eso se escuchaba en las noticias”, dice. Y hablaba de ello con otros comuneros. “Sí, sí, eso ya se conversaba. Y la ONG esta nos apoyó, pes'”.

Walter se refiere a la Cooperativa Agraria Norandino y a Progreso, una organización no gubernamental de desarrollo. Su proyecto se puso en marcha en 2010, y consistía en reforestar 213 hectáreas durante varios años en los caseríos de Cajas, Choco, Alto Mayo, Confesionarios, Chontalí, Las Huacas, Santa Cruz, Alto Huancabamba, Huambiche, y Sargento Lorenz, todos en la cabecera de la cuenca Bigote. Las beneficiarias serían 350 familias. Con esta iniciativa se mitigarían algunos efectos locales del cambio climático. Por ejemplo, ayudaría a reducir la escasez hídrica. También compensaría malas prácticas como la tala indiscriminada y la quema de zonas boscosas para reconvertirlas en tierras agrícolas. Y además combatiría los niveles de pobreza de las familias campesinas.

Aunque la principal contribución a la mitigación sería la captura de dióxido de carbono (CO₂) a través de las plantaciones forestales. Los árboles, como todas las plantas, retienen dióxido de carbono y liberan agua y oxígeno al ambiente. Un solo árbol es capaz de absorber los gases tóxicos que emiten cien vehículos en un día.

“Hemos tratado de sacarle el mayor jugo posible”, dice Raphael Paucar, de 27 años, el ingeniero forestal de Progreso que dirige esta práctica. Se refiere a la venta de bonos de carbono por la captura de CO₂. Esta operación se realiza en los mercados de emisiones de carbono, que nacieron con el Protocolo de Kyoto hace una década. Vendrían a ser algo así como una gran plaza planetaria en la que unos venden el dióxido de carbono que captan sus plantaciones forestales certificadas a otros que contaminan por la emisión de gases de efecto invernadero. Ahí comercian países, y también empresas y organizaciones.

—Somos la primera organización de pequeños productores que ha logrado vender en el mercado voluntario —explica Raphael, orgulloso.

Así es. En los primeros cinco años se ha logrado la venta de 9.746 tCO2e —la unidad de medida es la Tonelada de Carbono Equivalente (tCO₂e)— a tres empresas de Inglaterra, Irlanda y Francia. Esta cifra apenas es una cuarta parte de la que se conseguirá cuando se haya reforestado la superficie prevista.

Los beneficios se reinvierten en el propio proyecto: el 90% en estos caseríos de la parte alta de la cuenca, para seguir reforestando y para fomentar la seguridad alimentaria y una dieta equilibrada mediante la instalación de piscifactorías y biohuertos; y el 10% restante, más abajo, en la zona media cafetalera, para mejorar el riego y las variedades de café.


Walter Huamán, el hijo de Higinio y Edumilia, el nieto de Octavio y Hermelinda, de Gregorio y Virginia, nacido en Cajas como sus padres y sus abuelos, cuenta que todos, hombres y mujeres, se levantaban a las cuatro de la madrugada durante varios días. Los hombres alistaban sus herramientas; las mujeres, también, y además cocinaban el desayuno que tomarían primero, y el almuerzo que llevarían consigo. Después caminaban hasta Cerro Candela, al que llaman también Cerro Grande. Todos a una, treinta y cinco hombres y mujeres del caserío de Cajas, a lo largo de cuatro días, hacían huecos en la tierra con la ayuda de barretas. Uno, y otro, y otro más allá, separados por una distancia de tres metros. Empezaban cada día a las ocho de la mañana. Y seguían hasta las cuatro de la tarde. Antes, al mediodía, hacían un alto: “Almorzábamos papa, alverjas. Llevábamos fiambre. Oca, olluco, trigo, mote que llamamos acá.”. Y bebían agua y chicha. “Café que le llamamos, cafecito.”

Y después llevaban a este cerro plantones de pino en sus alforjas desde el vivero forestal. Elvira Huamán, por ejemplo —y a pesar de su edad— hasta treinta de una vez. “Pesaba pues, pero uno quería el avance. A veces hay que sufrir en esta vida. Así es”. Era el mes de marzo, cuando llueve, y la tierra estaba húmeda. “Entonces nosotros poníamos la plantita allí en el hoyo y le llenábamos tierra bonita, ahí sentadita ya”.

El cafetalero Eliseo Córdova usó el riego por aspersión de forma experimental hace 17 años. Por eso cuando Norandino y Progreso le propusieron recuperar aquella idea, aceptó sin apenas pensarlo.

Las mujeres y los hombres de Cajas reforestaron de esa forma treinta y una hectáreas, tal y como volverán a hacer en ese mismo mes con otros trece mil plantones de pino, de las variedades patula y radiata, y de queñua. Y como ellos, así hicieron y harán las mujeres y los hombres de los otros nueve caseríos de Choco. Cada uno con su vivero. Cada uno con su comité de reforestación.

Los ojos de Elvira siguen siendo pequeños cuando habla del clima en el pasado: “Cuando era chica había más lluvia. Y después, como la montaña se fue acabando, y entonces el planeta calentaba, ya no había lluvia. Pero gracias a Dios, hubo el acuerdo, hubo la reforestación. Ya va habiendo madera. Ya ha vuelto el aguacero. Porque nosotros nos encontrábamos un poco medio tristes. Sin agua ya no había vida”.


Al descender desde el caserío de Cajas, a 3.100 metros de altitud, hacia el distrito de Lalaquiz, a veces se pueden ver las nubes acumulándose unos cientos de metros más abajo, apretándose las unas contra las otras de forma horizontal. Cuando eso ocurre, se acaban convirtiendo en un mar inmenso. Entonces las montañas más bajas se transforman en islas, y las más altas en unos acantilados a los que golpea este océano imaginario.

Debajo de ese mar de nubes está el caserío de Maray, formado por noventa familias. También se encuentra en la cuenca Bigote, como los caseríos de Choco, pero mucho más abajo, a 1.200 metros de altitud. En estas tierras la lógica de la reforestación se comprende: cuantos más árboles hay en la zona alta, más agua hay en las tierras bajas. Y en Maray esta es necesaria: toda la comunidad vive del cultivo del café.

Antes de las doce del mediodía Neftalí Peña, de 49 años, habrá tomado tres o cuatro tazas del café pasado que prepara su esposa Julia García, de 44. Cuando atraviese la puerta para ir a trabajar sus parcelas, saldrá pensando en café. Si se encuentra con un amigo, aquél le dirá “¿Quieres un vaso de café?”. Si se encuentra con otro, se dirán: “Voy a sembrar mi café” o “Voy a deshierbar mi café” o “Voy regar mi café”. Así es cada día. “Todo del café conversamos. No conversamos de otras cosas.”

Neftalí nunca sale de su casa sin su machete. Cada año se compra uno nuevo porque la hoja se daña, pero la funda de cuero rojo repujado le acompaña desde hace treinta años. Lleva un poncho azul celeste, que oculta un polo deportivo con el número 9 y el nombre de Joseín —uno de sus cinco hijos— a la espalda. También lleva unas alforjas al hombro. En la cabeza, una gorra marrón con su apellido, Peña, bordado en el lateral derecho, la bandera peruana en el izquierdo, y la inscripción “Fuerza Aérea del Perú” en la parte posterior.

Cada mañana camina de veinte a treinta minutos a un ritmo que él llama lento. Dice “lento” y alarga la e, haciendo que suene aún más lento. Y traduce: “Ni muy rápido, ni muy despacio.” Así llega hasta sus parcelas. Son ocho, y juntas suman seis hectáreas. Las dedica al cultivo del café, como hizo su padre, y antes sus abuelos. Posee veintiuna mil plantas de la variedad catimor. Las de la variedad típica murieron o tuvo que arrancarlas hace dos años, por culpa de la plaga de la roya. También hay plátanos —de seda blanco y seda mocho—, su fruto favorito, y algunas naranjas. Pero casi todo es café, está exuberante, y resulta productivo: al año cosecha sesenta quintales, más de tres mil kilos; por cada quintal obtiene quinientos soles. Al menos, ese es el precio de este año.

La clave está en el agua: utiliza menos, de un modo más eficiente, y con más frecuencia. Y es que Neftalí cuenta con un módulo de riego tecnificado por aspersión que mueve de una parcela a otra. El suyo es uno de los sesenta que existen en Maray. En 2011 comenzó a instalarlos la ONG Progreso, en coordinación con la Cooperativa Agraria Norandino, a la que pertenecen todos los beneficiarios. Para financiarlos, se empleó parte de los ingresos de la venta de bonos de carbono por la reforestación en Choco. Además de este caserío se distribuyeron módulos en los de Ullma, también en Lalaquiz; Coyona, en el distrito de Canchaque; y Succhirca, en el de Huarmaca. En total, ciento treinta hectáreas se riegan ya con este sistema.

“Abasteciendo de agua vemos que hay producción, y esto mejora la economía familiar”, resume Raphael Paucar, el coordinador del proyecto. Pero en estas comunidades no ha sido siempre así. “La gran mayoría de los terrenos cafetaleros en la zona son de laderas”, explica Raphael. El riego tradicional era “por gravedad”: dejaban resbalar el agua por las parcelas desde unos reservorios ubicados en la parte más elevada. “Abrían la compuerta y todo barría, erosionaba.”

Ahora esta misma pendiente se aprovecha para conducir el agua a través de una red de tubos y para que dé la presión suficiente que permita el riego por aspersión. Así se adaptan a algunos efectos del cambio climático como la escasez hídrica. Antes llovía de enero a junio. “Ahorita llueve en febrero, y se quita en abril”, cuenta Neftalí. No todos quieren adaptarse. Algunos campesinos se resisten al cambio y el resultado es evidente: sus parcelas se ven secas.

También se han fomentado otras prácticas adaptativas, como la introducción de nuevas variedades de café más resistentes a las plagas, y el uso de abonos orgánicos. Neftalí, por ejemplo, obtiene humus de lombriz con el guano de aves de selva que compra. Así abona sus parcelas. Y las hojas de las plantas las refuerza con biol, que prepara con la orina del ganado, mezclada con agua, azufre, cáscara de huevo, y cañazo, el licor de la caña. “Le hace cambiar de color a la planta”.


Eliseo Córdova, de 48 años, es miembro, como Neftalí, de la organización Pequeños Productores de Café de Maray, que agrupa a veintiséis cafetaleros locales. Él tiene menos parcelas, cuatro, que suman tres hectáreas, pero están igual de frondosas. Las heredó de su padre, que les dejó dieciocho hectáreas a sus nueve hijos.

En el descenso desde Cajas, a 3.100 metros de altitud, es posible encontrarsecon un espectáculo natural: un mar de nubes empujadas por los vientos contras las laderas montañosas.

Algunas de las parcelas están junto a un hermoso bosque de bambú de troncos enormes, ya viejos. “Esos son de los abuelos. Tendrán unos cien años por lo menos ahí.”

Eliseo, como cualquier cafetalero, también lleva un machete al cinto. Viste un poncho gris, rematado con una lista verde, azul y blanca. Se lo tejió su esposa, Emma García, de 28 años, con lana de oveja. Empleó ocho días. También le hizo unas alforjas, estas con hilo de algodón. Él se compró el sombrero, uno chiclayano de paja de toquilla. Fue el 15 de agosto de 2010. Lo recuerda porque aquel día se celebraba el aniversario de Maray, y también porque le costó trescientos soles. “Tiene por lo menos para treinta años.”

Eliseo también recuerda perfectamente el día en que la plaga de la roya llegó a sus parcelas. “A partir del 5 de mayo de 2013 cayó acá.” Aquella tarde, al llegar a casa, le contó a su esposa. Ella le dijo: “¡Qué vamos a hacer! Es parte de la naturaleza”. Las consecuencias fueron graves: si cosechaba quince quintales, al siguiente año recolectó apenas ocho.

Eliseo tampoco ha olvidado que en 1998 una ONG alemana y otra peruana trajeron a Maray el riego por aspersión de forma experimental. Él fue el primero en instalarla. Así que, cuando catorce años después llegaron Norandino y Progreso con su proyecto para mejorar el riego de la comunidad, le resultó fácil volver a decir que sí. Tenía claro que no bastaría con la lluvia, irregular y escasa, para mantener su producción: “Pues, no. No teniendo riego tecnificado no es posible. A nosotros nos convendría que todos tengamos el mismo riego para ver así las plantas como se ven, verdecitas.”


Son las cuatro de la tarde y Neftalí Peña comienza a regresar a casa desde su parcela. Camina lento —como a él le gusta—, mientras sube la ladera hacia su casa, a la salida de Maray en dirección a Tunal. Después de zigzaguear un buen rato cuesta arriba, se sienta unos instantes. Lo hace, como todos los días, en el mismo lugar, un pequeño llano.

—Aquí, el que no descansa, adiós: muere. ■


Crónica escrita por Raúl M. Riebenbauer –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Lecciones de la tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

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Redaccion Apacheta

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