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Apenas ha salido el sol y Santosa Cervantes observa desde la ventana de su habitación su fundo en Ccoya. Esta maestra de Ciencia, Tecnología y Ambiente (CTA) duerme con los binoculares sobre la mesita de noche. Le gusta comprobar, al despertar, que todo está en orden en la parcela ecológica que tiene frente al Santuario Nacional del Ampay, sobre una ladera a 3.900 metros de altitud cerca de Abancay.
Su rutina se ha convertido casi en un acto reflejo. Porque los sueños de Santosa son verdes, pero sus pesadillas son de un rojo intenso. Tiene miedo de que un incendio arrase con sus pinos, sus uncas y sus chachacomos. El último fuego declarado en la zona fue provocado por la quema de pajonales y terminó con numerosas especies. El peligro llegó hasta el límite de su propiedad sin que nadie pudiera sofocarlo.
El fundo es el proyecto de vida de Santosa y su esposo Juan Ludeña, que es ingeniero agrónomo. Desde hace dos décadas se dedican a la apicultura como principal medio de vida y quisieran asegurar una jubilación sin sobresaltos a través de esta actividad. En eso reside su empeño en proteger las 50 hectáreas de cerros –la mayoría estaban degradadas por el sobrepastoreo y la extracción intensiva de madera para leña– de la propiedad mediante la reforestación de más de 30 mil pinos.
El nuevo bosque ha comenzado a rendir sus frutos porque el terreno se mantiene clausurado desde el 2006 y no se permite el ingreso de ningún ganado. La especie elegida de pinos se ha adaptado muy bien a la altitud de Apurímac y ha comenzado a hacer su trabajo: evita que las lluvias arrastren la capa fértil del terreno, promueve la recuperación de ichu y, como esponja, retiene e infiltra la humedad en el subsuelo y facilita la aparición de manantiales. El matrimonio no está interesado en la madera de los árboles, sino en su resina. El bosque, además, evita la presencia de una minería ávida del metal que se encuentra en su subsuelo.
“Si hay cobertura boscosa se acabó cualquier intento de extracción. Nuestra prioridad, como buenos apicultores, es la vida. Algunos pinos, por ejemplo, ya alcanzan los cuatro metros de altura. Y este año han crecido los primeros hongos Siullus luteus”, cuenta Juan, agachado junto a un árbol mientras arranca uno como muestra. Los ‘boletos anillados’ son muy apreciados en el mundo de la gastronomía, pero los pinos aún han producido poca cantidad para pensar en venderlos. Santosa, de momento, se conforma con prepararlos en tortilla.
El bosque de pinos de Santosa y Luis ha provocado la aparición de ocho nuevos manantiales que se suman a los 14 que ya existían en el terreno. Es una buena señal de que el nivel de agua de los acuíferos subterráneos ha aumentado. El matrimonio está haciendo todo lo posible para mantener en buen estado las pocitas naturales que se han formado y que sirven de abrevadero para la fauna silvestre –zorros, tacucas– y para las abejas.
El agua es el recurso clave para la sostenibilidad del fundo de Ccoya. Su presencia ha teñido de verde sus lomas y ha multiplicado las especies vegetales que crecen en el lugar, muchas de ellas con propiedades medicinales. “Esto es el ‘cerro botica’, abierto las 24 horas”, bromea Santosa.
“Nosotros queremos que el agua beneficie a la mayor cantidad de personas”, explica Juan. El ingeniero calcula que solo usan un 5% de lo que producen. “El resto es para los agricultores que viven en la parte baja de la montaña”.
Pero la protección de los pinos y los manantiales no es la única prioridad que tiene el matrimonio. Ambos están convencidos de que la mayor riqueza de su fundo reside en aquello que durante mucho tiempo nadie valoró: que sus extensos bosques nativos son los mejores reguladores de la temperatura y actúan de protectores de la diversidad biológica local.
Sus bosques ya no pueden ser utilizados como fuente de leña o de carbón. Además, han roturado las tierras a su alrededor para que actúen como cortafuegos en el caso de que algún día se produzca uno de esos incendios que, por el momento, sólo representan una amenaza para el sueño de Santusa.
La nueva cobertura boscosa y la renovada disponibilidad del agua han generado un agradable microclima en la parte intermedia del fundo, que les ha permitido retomar la actividad agrícola, abandonada por décadas. Juan ha identificado los toccos –agujeros– donde los antepasados de Santosa almacenaban durante meses las semillas que utilizarían en la siguiente campaña. También ha preparado los laymes donde cultivar tubérculos y granos andinos.
La mejor salud del ecosistema ha motivado la decisión de ampliar el apiario. Hace unos años criaban las abejas en colmenas naturales que estaban a la intemperie. Pero el cambio climático les llevó a buscar un lugar más soleado, con menos lluvia y con “floraciones más variadas y extensas”, dice Santosa. Actualmente mantienen 46 colmenas con las que cosechan 1.200 kilos de miel al año. El nutritivo alimento, totalmente orgánico, se vende con éxito bajo el nombre de “La Bella Abanquina” en Abancay, Lima, Puno, Cusco y Arequipa. El negocio no se queda ahí. La marca familiar también ofrece otros productos como propóleo, cera, núcleos de las colmenas, ahumadores, trajes protectores y, últimamente, mermeladas caseras de ciraca, sauco y aguaymanto.
Ningún producto sería posible sin el agua, un componente fundamental en la dieta de las abejas. Pero éstas no la almacenan. Simplemente la recolectan cuando la necesitan, ya sea de las gotas de rocío o de los reservorios de la zona. Por eso es tan importante para la producción de la miel la presencia tanto de los árboles como de los puquios. Cada colmena necesita entre dos y cuatro litros de agua al día para estar operativa.
“Sabemos los estragos que el cambio climático está causando, especialmente en toda la zona andina. Nosotros mismos hemos comprobado cómo se ha intensificado el frío y cómo ha cambiado el patrón de las lluvias. Pero tenemos el conocimiento suficiente para enfrentar el problema ambiental. El Fundo Ccoya es la prueba de que es posible mantener verde el planeta”, dice muy convencida Santosa. “Mientras tengamos agua en abundancia, todo estará bien”. ■
Crónica escrita por Carolina Martín –con fotografías de Omar Lucas– que forma parte del libro Lecciones de la Tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.