Los ganaderos que defienden su bosque

Un ruido seco. Chac. Edwin lo escucha, aunque esté con los ojos cerrados. Siempre está alerta.

Un segundo ruido. Chac. Abre los ojos. No tiene dudas: es un hacha. Y sabe de dónde viene. “Al toque. Ya uno se orienta.”

Se levanta de la cama, se viste a la carrera, y sale rápido de la habitación y de la casa. No está nervioso. No es la primera vez que esto ocurre. Al menos, ha pasado otras diez.

Afuera está oscuro, aún es de noche. Ni Tigre, ni Bronco ladran.

Edwin bordea el cerco de ramas de overal y añalque de su corral, y llega hasta donde están los caballos. Lleva consigo una manta. La lanza sobre el lomo de Desafío. De los cuatro, es su caballo preferido. Es rápido, pero tranquilo, como Pascual. La Chilindrina o Muñeco “son desesperados”. Se monta de un salto. “Como ya uno conoce el campo, ya dice: Tal sitio es, me voy por acá, le echo cordón y si quieren correrse, ya que salgan delante.”

Desafío galopa pendiente abajo, desde el centro poblado de Macacará hacia el río Chira. Es fácil de atravesar, porque apenas lleva un hilo de agua. En la otra margen, la derecha, está el bosque donde resuena el hacha. Cuando Edwin llegue se repetirá la situación: ordenará que dejen de talar, exigirá que se vayan. “Hay gente al otro lado del río, de otros pueblos, y se dedican a la tala del monte. Como no tienen a veces ni trabajo… Pero esa área la cuido mucho. Por mi ganado.”

Edwin Chorres tiene 35 años, y un hato con ciento diez cabras. Antes tenía muchas más, el doble. Y veinte caballos. “Aquí en Macacará hubo altísimo ganado cabrío, buen ganado, de buena calidad de producción de leche. Y de hoy en día la gente vendió.”

José María Dioses, el presidente de los ganaderos, sabe que su futuro depende del bosque seco.

Macacará es una pequeña comunidad de la provincia de Paita, en Piura, con una institución educativa, una pequeña iglesia, un par de cientos de casas bajas de adobe y carrizo con techos de calamina, y una asociación de ganaderos con quince socios que se han quedado casi sin bosque para pastorear. Y el suyo no es uno cualquiera: se trata del bosque seco desértico del Pacífico, un ecosistema único con numerosas especies de flora y fauna propias.


Si se imaginara el Perú como una enorme tarta, el trozo más grande correspondería a los bosques húmedos, que ocupan más de la mitad del territorio. Los bosques secos son la porción más pequeña, apenas el 2,4%, y se concentran en el norte del país: en Piura —casi dos terceras partes—, Lambayeque, y Tumbes.

Su amenaza más seria es la tala ilegal. Por ejemplo, en Piura la masa forestal se reduce cada año en una superficie que equivale a 41.600 campos de fútbol.

“Cada día camiones y camiones se van a Lima, a Trujillo, cargados con el carbón vegetal que se obtiene de la madera, especialmente del algarrobo”, dice el ingeniero forestal y del medio ambiente Christian Saldarriaga, de la ONG Cedepas Norte. ¿Y quiénes son los destinatarios? “La industria de la pollería, la parrilla, y todo lo que es comida.”

En Macacará la tala tiene historia. Los últimos fenómenos de El Niño, los del 83 y el 98, arrasaron esta población. Las fuertes lluvias provocaron el desborde del río Chira. De 450 hectáreas de tierras de cultivo, apenas se salvaron cinco. “Perdimos las tierras, y el ganado también”, recuerda Rómulo Coronado, un comunero de 76 años. Y aunque tras las lluvias el bosque se regeneró —las semillas excretadas por el ganado brotaron, los pastos reverdecieron—, lo que sobrevino fue la tala: “Ahí el que menos cortaba un algarrobo, lo hacía leña, y se iba y la vendía —dice Rómulo—. ¿En qué trabajaba el personal? No teníamos trabajo.”

La otra gran amenaza para la superficie forestal —además de la sequía: hace diez años que no llueve— es la agroindustria. La expansión de los cultivos de caña, frutales y uva ha reconvertido tantas hectáreas de bosque seco en zona agrícola que el ganado se ha quedado acorralado.

“No sé hasta dónde nos van a botar. ¿Al mar?”. José María Dioses tiene 64 años y mantiene su espíritu inconformista y luchador.  Se lo imprimió su padre, para que superara la minusvalía en su brazo derecho. “Él nunca tomó en cuenta que yo era manco.” Su máxima es: “El hombre solo no puede vivir, tiene que asociarse, juntarse para ser fuerte.” Así pues no es extraño que sea el presidente de la Asociación de Ganaderos Nueva Esperanza de Macacará desde que se fundó.

Esta práctica trata de recuperar diez especies del bosque seco con una técnica de reforestación llamada de “raíz desnuda”.

En los últimos años José María ha visto cómo las dos mil cabezas de ganado de los socios se reducían a unas trescientas. Él mismo ahora solo tiene diez cabras, nueve vacas, y cuatro burros. También ha comprobado cómo la agricultura tradicional, el otro sustento de sus habitantes, se ha quedado en unos pocos productos de panllevar (yuca, camote, maíz) y algo de banano. “Viendo cómo nos venían arrinconando, nace la idea de agruparnos para defender nuestros derechos.” Y de la unión surgió la pregunta: ¿Qué hacer para salvar su bosque y su ganado, y así garantizar su subsistencia?


—Nuestra preocupación es la extinción de las especies— dice el presidente de los ganaderos.

José María Dioses ya no veía en las tierras de su comunidad ni palo negro ni palo santo. “Ya no existe.” Edwin Chorres no conocía el guayacán ni el hualtaco. “Por esta zona no había ya.”

Si cada vez quedaban menos variedades en Macacará, pensaron que quizá podrían traerlas de vuelta a su hábitat. ¿Cómo? Mediante una técnica de reforestación rápida llamada de “raíz desnuda”, que aprovecha la regeneración natural de algunas especies. En este caso son diez, todas propias del bosque seco y en peligro de extinción: algarrobo, hualtaco, zapote, palo verde, palo santo, polo polo, porotillo, guayacán, madero blanco, y ceibo.

La práctica es sencilla: “Colectarlas de un lugar y llevarlas  a otro lugar”, explica el ingeniero Christian Saldarriaga, responsable de este proyecto. Para empezar, se localizan ejemplares allá donde abundan. Algunas especies se traen desde Cerro Mocho, a unos cincuenta kilómetros. No sirve cualquier plantón: su tronco debe tener hasta cuarenta centímetros de diámetro, una altura de un metro y medio a casi dos, y una edad de tres a diez años. “Le estamos ganando al tiempo y también reducimos costos”, dice Christian.

La clave está en la extracción: primero se poda; después de unos quince días, cuando el plantón ya ha cicatrizado sus heridas, se cava con una pala hasta alcanzar sus raíces; se corta parte de ellas con mucho cuidado; se extrae del suelo —este debe ser arenoso—; se planta provisionalmente durante dos o tres meses en un vivero; y se trasplanta en su destino final.

Emilio Ruiz, su hermano Roso y Carlos Quevedo trabajan en el vivero de Macarará. Su labor contribuye a que el bosque seco se regenere.

Esta iniciativa nació del diálogo entre la Asociación de Ganaderos Nueva Esperanza de Macacará, la organización Cedepas Norte, y Maple Etanol, una empresa canadiense dedicada a la producción de gas a partir de la caña. Esta posee un área de producción tan grande, de unas diez mil hectáreas, que incluso abarca poblaciones como Macacará.

Para resolver los conflictos con esta y otras comunidades, esta empresa acordó dejar 2.500 hectáreas como compensación al ecosistema y a los terrenos de la población, para expansión urbana. Así nacieron tres áreas piloto de regeneración de bosque seco: una en Macacará, y otras dos en 31 de Octubre y La Rinconada.

La de Macacará se llama Área 1 y es una enorme duna con el tamaño de una colina. Está solo a un par de cientos de metros de la casa de Edwin, el guardián del bosque. Al pie de la duna está el vivero de este proyecto, en el enorme espacio con forma de media luna que dejó la extracción de varias toneladas de arena durante el último Niño, para construir un dique de defensa.

Y más arriba del vivero, sobre la duna misma, un terreno de dieciséis hectáreas y media que será un bosque seco gracias a la reforestación, y que se replicará en las comunidades 31 de Octubre y La Rinconada con cinco hectáreas más en cada una.

En la arena de esta duna, desde cuya cima se domina el río, ya hubo un bosque hace mucho. La tala acabó con él. A comienzos de 2014 se comenzó a trasplantar allí algarrobos, zapotes y palos santos. Por ahora hay quinientos ejemplares en una hectárea. “La idea es completar las dieciséis”, dice Christian. Y así, en unos cinco años, el bosque seco que alguna vez dejó de ser bosque volverá a serlo, y el ganado pasteará allí, y el paraje será también un centro recreacional con un mirador desde el que observar el valle del Chira y seguir pensando en el futuro. ■


Crónica escrita por Raúl M. Riebenbauer –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Lecciones de la tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

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Redaccion Apacheta

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