Los cazadores del río Tigre

Dicen los antiguos kichwas que a un buen cazador se le reconoce por las palmas de sus manos. Las del viejo Silverio Isampa tienen la piel callosa y áspera, resistente como el cuero, llena de cicatrices minúsculas que revelan medio siglo de batallas contra las bestias del monte. Las heridas de cacería son como medallas de honor para los kichwas. La primera que Isampa se hizo —un corte recto y profundo, muy cerca del índice izquierdo— fue a los diez años cuando su padre le enseñó a tensar la cuerda del arco para cazar un añuje, un roedor amazónico del tamaño de un gato. Silverio Isampa nunca fue a la escuela, pero aprendió a utilizar con destreza el anzuelo para pescar carachamas, el machete para destazar lagartos, y la pukuna —una cerbatana larga como un mango de escoba— para derribar aves, sachavacas y monos con dardos envenenados. Incluso ahora, con sesenta y tres años encima, nadie lo ha superado en puntería a la hora de disparar una escopeta calibre 16. «Si no sabes atrapar tu comida no sirves», ríe Silverio Isampa, quien casi muere una vez al enfrentar un tigrillo usando solo las manos. Saber cazar, asegura, lo convirtió en un hombre.

Los cazadores kichwa no solo llevan cartuchos de escopeta y comida, sino que se preparan mental y espiritualmente antes de salir a cazar.

El mejor cazador de la comunidad nativa 28 de Julio —en la selva norte de Loreto, cerca a la frontera entre Perú y Ecuador— es un hombre delgado de talla mediana, bigote entrecano y ojos achinados que sonríe el noventa y ocho por ciento del tiempo. Desde su casa, una cabaña de madera de unos veinte metros cuadrados construida junto a unos aguajales, Silverio Isampa recuerda la época cuando los cazadores de su comunidad cargaban cientos de kilos de carne en sus canoas, navegando aguas abajo por el río Tigre, como lo hacían sus antepasados. Los primeros kichwas llegaron desde el Ecuador en los años cincuenta, huyendo de los soldados peruanos que peleaban en la frontera. Cuando la guerra terminó, los kichwas que migraron se quedaron en esa selva hecha de pantanos, meandros, caudales poderosos, y rebosante de animales. Silverio Isampa y sus colegas, hijos y nietos de esos primeros cazadores, aprendieron a gobernar el bosque para atrapar su comida. Se internaban en el monte durante casi un mes. Caminaban hasta dos días seguidos. Olían las huellas en el barro para calcular cuan cerca estaban sus presas. Construían pequeñas chozas con hojas de palmeras y esperaban dentro hasta que se asomaran. Con los años, sin embargo, también llegaron cazadores de Iquitos, traficantes de animales exóticos y taladores de madera. Muchos nativos trabajaron para ellos. Entonces la cantidad de animales comenzó a disminuir. Ningún kichwa sabía que pasaba con exactitud. Pero nadie se alarmó, hasta que el clima empezó a cambiar.

Por una cuestión de tradición, las mujeres en la comunidad 28 de Julio no salen a cazar con los hombres, pues se considera de mala suerte.

Antes Silverio Isampa podía predecir la lluvia al ver a los insectos ocultarse entre las ramas y las hojas caídas. Por eso no entendió cuando el mal clima comenzó a sorprenderlo indefenso. De pronto llegaron meses con ventarrones fríos y lluvias copiosas que duraban tres días. Los cazadores kichwas tenían que refugiarse y esperar. Algunos animales morían ahogados por las inundaciones del río. Los que sobrevivían apenas conseguían alimento y huían cada vez más lejos a las partes más altas del monte. Isampa no recuerda cuantas veces llegó derrotado a casa, con unos cuantos pedazos de carne bajo el brazo. A veces, no llevaba nada. Su mujer lo regañaba por no traer comida suficiente para sus nueve hijos. «Si no traes nada dormirás afuera», le dijo ella una noche y le dio la espalda cuando se fueron a la cama. Cuando un nativo kichwa sale de cacería, es obligatorio que regrese con una pascana, un obsequio que consiste en una cuota extra de carne (unos ocho kilos) para su esposa. Isampa recuerda que no llevar la pascana le costó no tener sexo con su mujer durante un tiempo. No era el único que sufría: algunos colegas suyos también estaban castigados por sus esposas, dedicadas a la casa y a la chacra. Fue en ese momento cuando los varones de la comunidad 28 de Julio, sin carne y rechazados por sus mujeres, comenzaron a preocuparse en serio.

Si la cacería era el corazón de su cultura, ¿que iba a pasar con ellos si todos los animales eran exterminados? El viejo Silverio Isampa y un centenar de cazadores kichwas entendieron que debían hacer algo antes de que fuera demasiado tarde.

Los kichwa se han organizado y hoy cuidan a sus especies, que representan su provisión de carne y alimento.

La solución llegó a inicios de 2010. El Servicio Nacional de Areas Naturales Protegidas por el Estado (Sernanp) involucró a las cincuenta familias de la comunidad 28 de Julio en la preservación de su bosque. El proyecto: crear una zona protegida con un área casi tres veces mayor que la ciudad de Lima, para que las especies de plantas y animales de esa zona puedan ser preservadas. Así nació la Reserva Nacional Pucacuro, una de las áreas más importantes a nivel mundial por su riqueza de especies endémicas como el lobo de río, la charapa y una variedad de peces ornamentales que son aprovechados por los nativos de la zona. Ello suponía establecer acuerdos entre el Sernanp y los kichwas: ciertas reglas para cuidar la biodiversidad del bosque. Por eso ahora la comunidad solo pueden cazar tres veces al año. En cada faena, un kichwa solo puede llevar cien kilos de carne y solo de animales que soporten la caza como el sajino, el venado rojo, el majaz o el lagarto blanco. No puede matar primates, felinos, mamíferos acuáticos y sachavacas. El cazador, además, debe respetar las temporadas de apareamiento con minuciosidad. Después de cinco años de progreso, los kichwas han notado que ahora hay más animales y han aprendido a respetar el bosque para que la continuidad de las especies no se acabe. «Ahora hay bestias a montones», dice Samuel Aguinda, guardaparque del Sernanp y cazador kichwa, quien asegura que ahora tienen más carne para vender en los mercados y compartir con sus vecinos. Ahora pueden cazar un ave o una tortuga para obsequiarlo a sus esposas.

A pesar de que las lluvias e inundaciones son cada vez más frecuentes, el viejo Silverio Isampa está convencido de que los espíritus del bosque lo protegen a la hora de salir a cazar y le dan suerte. Por eso ayuna, se baña con el agua de corteza de un árbol medicinal doce veces para purificarse, no come sal y tampoco se acuesta con su mujer una semana antes de su faena. Pero sobre todo, jamás olvida invocar a su ícaro, un espíritu protector que le dota de habilidad y lo protege de las envidias de otros cazadores no tan buenos como él. El ícaro de Isampa es el animal que una vez casi lo mata: el tigrillo. «Ahora cazamos con responsabilidad y mucho respeto», dice, mientras toma un sorbo de masato, una bebida refrescante hecha de yuca fermentada.

Todos los cazadores kichwa, desde los más viejos hasta los más jóvenes, saben específicamente en que zonas pueden cazar y en cuáles no.

El mejor cazador de 28 de Julio se ha levantado al amanecer para afilar sus anzuelos. En unas horas saldrá con un vecino suyo a traer carne para su despensa. El sol brilla con intensidad entre los aguajales y los árboles de mamey. Isampa ha empacado un poco de platano asado y masato que le ha preparado su mujer, para llevar, junto a unos cartuchos de escopeta que lleva en su morral. Un cuchillo siempre descanza en su bolsillo. «Acá en la montaña, el que no sabe cazar se vuelve haragán», advierte el cazador y se ríe. Dice que ahora Ramón, su primogénito, quien aprendió a cazar a los doce años derribando una paloma con su escopeta, será su sucesor. «Él es mejor que yo, porque también está estudiando», dice el viejo. Las manos de su hijo ya tienen tantas cicatrices como las suyas. ■


Crónica escrita por Joseph Zárate –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Lecciones de la Tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

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Redaccion Apacheta

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