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La única vez que intentaron sobornarla, la dirigente asháninka Ruth Buendía respondió a la oferta de un traficante de madera con tres palabras: “Quiero tu cabeza”. El tipo, con un reloj reluciente en la muñeca, miraba de reojo la oficina con escritorio, silla y una máquina de escribir algo oxidada donde Buendía trabajaba sola. Eran las ocho de la mañana y Satipo, una ciudad cercada por bosques altos como murallas, en la selva central del Perú, despertaba con los últimos hits de cumbia en los puestos callejeros de comida y el ruido de motocicletas sobre las calles a medio asfaltar. Buendía había llegado temprano a su oficina, sin imaginar que un desconocido la estaba esperando. El hombre quería sacar camiones repletos de tablones de una comunidad amazónica sin que la policía lo supiera. Necesitaba de su influencia.
—¿Dime cuánto quieres? —insistió.
—Si te digo una cantidad, no me vas a poder pagar —respondió Buendía—. Entonces quiero tu cabeza.
Y lo echó de su oficina sin dejarlo despedirse.
Seis años después, una mañana del 2014, a bordo de un bote largo que navega por un río caudaloso, Ruth Buendía recuerda esa época. Por esos días, ella había sido reelegida presidenta de la Central Asháninka del Río Ene (CARE), una organización que defiende los derechos y el territorio de los asháninkas, el pueblo indígena más numeroso de la Amazonía del Perú. Buendía tenía 32 años, había terminado la secundaria en la escuela nocturna, acababa de dar a luz a un bebé y vivía en un cuarto alquilado de cuatro metros cuadrados con sus tres hijos y su marido.
Cuando echó de su oficina al hombre que intentó sobornarla esa mañana, su reputación de mujer firme y honesta se fortaleció en las más de 30 comunidades asháninkas del río Ene, una arteria de agua que recorre el valle donde los primeros asháninkas habitaron desde tres mil años antes de Cristo.
Ahora, sentada en la parte de atrás de un bote, Ruth Buendía come yuca sancochada junto a Santani, su hijo de dos años. Los hombres asháninkas a bordo llevan sandalias, shorts e imitaciones de camisetas deportivas de Portugal, Real Madrid y Barcelona FC. Las mujeres visten cushmas moradas, verdes y rojas, una especie de túnica sin mangas que les llega hasta los tobillos. A diferencia de ellas, Buendía lleva una blusa azul, unos jeans gastados y una gorra. El bote navega rumbo a Boca Anapate, una comunidad a ocho horas de viaje, donde habrá un congreso que realiza CARE cada año. Allí, los jefes asháninkas del valle discutirán con la presidenta Buendía asuntos sobre la vida de los nativos: las cosechas, la seguridad, los impactos de las petroleras y de las hidroeléctricas. Ruth Buendía, la primera mujer asháninka en liderar la CARE, sintió desde niña que tenía que hacer algo por su pueblo. Su determinación la puso a prueba desde la adolescencia.
Ruth Buendía tenía 13 años cuando cargó a su madre para salvarle la vida. Llevaban semanas viviendo en el bosque del valle del río Ene, huyendo de la guerra entre los militantes de Sendero Luminoso y los soldados del ejército del Perú. Cada vez que escuchaban las hélices de un helicóptero o unos pasos cerca, corrían a esconderse. Sus cuatro hermanos menores lloraban de hambre. Su madre, enferma de malaria, tenía la piel pegada a los huesos. Su padre estaba muerto. No había quién los defendiera.
Una mañana Ruth Buendía decidió que tenían que salir al río. Entonces ayudó a su madre a meterse en una de esas canastas que usan las mujeres asháninkas para llevar yuca durante la cosecha, y la cargó durante el camino al río como quien lleva una mochila.
Era el verano de 1991. Sendero Luminoso había llegado a mediados de los ochenta para controlar todo el valle del río Ene, luego de huir de los militares desde Ayacucho, en la sierra sur del Perú. Saqueaban las chacras, quemaban postas médicas y oficinas municipales, asesinaban a quienes se oponían a su lucha.
Rigoberto Buendía, el padre de Ruth, tenía 39 años cuando intentaron reclutarlo. Era un agricultor y cazador muy respetado que vivía en una chacra a tres horas de Cutivireni, la comunidad asháninka más poblada del valle del río Ene, con su mujer y seis hijos. Los miembros de Sendero Luminoso llegaron y le pidieron que los guiara a donde estaba el sacerdote de la comunidad, que había escapado con decenas de familias a las tierras altas del valle. Rigoberto Buendía se rehusó. Pero algunos asháninkas, al ver que no lo habían tocado, corrieron el rumor de que también él era un líder terrorista. Un día, luego de desayunar con su familia, Rigoberto Buendía fue a coordinar la defensa de los territorios con el grupo del sacerdote, pero los asháninkas le dispararon por la espalda con una escopeta y arrojaron su cadáver a un barranco.
Después del asesinato de su padre, Sendero Luminoso llevó a la familia de Ruth Buendía a una suerte de campo de concentración levantado en la espesura del bosque, donde estaban cautivos más de 300 nativos. Allí vivieron hacinados durante meses. Los obligaban a trabajar la tierra, a cocinar para los terroristas, a abandonar su lengua para hablar quechua o español. Los rebeldes eran acuchillados o ahorcados delante de sus familias. Violaban a las mujeres. Secuestraban a los niños para adoctrinarlos y convertirlos en combatientes. Ruth Buendía tardó un año en convencer a su madre de huir y esconderse con sus hermanos en el monte.
Después de huir del campamento de Sendero Luminoso, Ruth Buendía fue enviada a Lima como empleada doméstica de una familia evangélica, porque su madre no tenía dinero para mantenerla. Pero a los 17 años regresó a Satipo. Allí trabajó como cocinera y mesera mientras terminaba la escuela y criaba sola a su primera hija. A los 21, mientras atendía en una juguería, un cliente la invitó a unirse a CARE al enterarse de que era asháninka. Viajando por el río Ene,
Buendía ayudó a otros nativos a obtener los documentos de identidad que habían perdido durante la guerra contra los militantes de Sendero Luminoso. En esos viajes se encontró con líderes asháninkas que habían conocido y respetado a su padre. Entonces se sintió otra vez en casa. En el 2005, cuando el presidente de CARE renunció a su puesto, ella se presentó a las elecciones y ganó con el apoyo masivo de las mujeres. Era la primera vez que una mujer asháninka se atrevía a ser candidata a presidenta.
Buendía siente que el trabajo que hace ahora es una manera de honrar el nombre de su padre, de reencontrarse con sus raíces. Por eso en cada acto público ella viste una cushma marrón adornada con semillas y plumas de petirrojos, y pinta formas geométricas en su rostro con la tinta roja de un fruto llamado achiote, el maquillaje de las mujeres asháninkas. Mientras algunos nativos llaman a sus hijos Walter o Jhonny, Buendía le puso nombres asháninkas a sus hijos menores: Metzoqui (suave), Yanaite (espíritu que elimina a quienes invaden su territorio), Eni (hormiga guerrera) y Santani (avecilla que vive en las rocas). También quiere volver a la chacra de su padre para sembrar cacao, yuca y frutilla, entre otras plantas amazónicas. Algo que no puede hacer en el patio de su casa alquilada, donde apenas ha sembrado unas cuantas hortalizas. En el jardín de Ruth Buendía no hay flores. La mujer que protege la selva amazónica dice que la energía de su carácter es tan fuerte que las flores mueren al poco tiempo de sembrarlas.
Los asháninkas evitan el conflicto. Cuando un nativo se enfada con su vecino, prefiere irse solo al monte para calmarse y luego regresar a conversar. Para un
asháninka —nombre que significa ‘nuestros hermanos’— no hay nada peor que odiar o matar a un miembro de su familia. A diferencia de otras etnias amazónicas que conquistan territorios, los asháninkas son guerreros defensivos. Desde niños aprenden a esquivar las flechas antes que lanzarlas. Pero cuando son atacados, cuando invaden sus territorios, tienen la reputación de ser los guerreros más fieros —los mejores con el arco y la flecha— de las 65 tribus amazónicas que existen en el Perú. Ese coraje, sin embargo, no pudo evitar que fueran diezmados por la guerra interna.
Buendía está segura de que la gente de la ciudad no conoce ni entiende lo que vivieron los asháninkas durante los años del terrorismo, ni lo que sucede ahora en sus tierras con la explotación de petróleo o los proyectos para la construcción de centrales hidroeléctricas.
—No es justo que para que vivan bien los limeños, yo tenga que arriesgar mi vida, mi pueblo, mi territorio. Primero el terrorismo nos desplazó. Ahora van a construir represas para desplazarnos otra vez.
Para Ruth Buendía eso también es terrorismo, pero de inversiones. Detectar este tipo de amenazas son las que hoy demandan la mayor parte de su tiempo.
Mientras navegamos por un cañón angosto y profundo en la parte baja del río Ene, en el corazón de la selva peruana, Ruth Buendía se acerca al borde del bote y señala un cerro enorme, salpicado de árboles frondosos.
El cerro se llama Pakitzapango. ‘Casa del Águila’ en lengua asháninka.
El mito dice que hace siglos, en este cerro más alto que la torre Eiffel, vivía un águila que comía carne humana. Cada vez que un nativo cruzaba el cañón, el pakitza volaba, lo cazaba con sus garras y lo llevaba a una cueva en lo alto para devorarlo. Pero el animal nunca quedaba satisfecho. Así que intentó construir un enorme muro de piedras de orilla a orilla para que los nativos jamás escaparan. Un día, mientras el pakitza construía su muro, los asháninkas se cansaron de sus ataques y decidieron vengarse. Moldearon un hombre con arcilla y caucho, lo vistieron con una cushma y lo pusieron en una balsa que navegó hasta el cañón. El águila pensó que era un nativo y salió a cazarlo. Clavó sus garras en aquel muñeco pero quedó atrapado en el barro. Los asháninkas salieron gritando de entre los árboles. Lo acorralaron, le arrojaron piedras y flechas hasta matarlo. Sus plumas flotaron río abajo. De ellas, cuenta el mito, nacieron todos los otros pueblos de la Amazonía. En este mismo cerro, recuerda Buendía, se escondieron los jefes terroristas de Sendero Luminoso que llegaron al río Ene a finales de los ochenta para dominar el valle. Igual que el pakitza, cada vez que un asháninka cruzaba el cañón o se detenía a pescar y bañarse, los senderistas le disparaban desde la cima o lo capturaban. Los asháninkas más viejos los llamaban kámaris: demonios. Sendero Luminoso era el nuevo monstruo de la misma leyenda. Como si cada cierto tiempo una amenaza distinta acechara el mismo lugar, en el 2008 el Estado peruano autorizó que se construyera en el cañón del río Ene un muro de concreto de 165 metros de altura. La represa de una central hidroeléctrica llamada igual que el mito del águila comehumanos: Pakitzapango.
El proyecto anunciaba grandes beneficios para el país. La central produciría energía suficiente para abastecer de luz eléctrica a casi 800 mil hogares. Los peruanos consumirían energía más barata y los brasileños comprarían el ‘excedente’ durante 30 años, gracias a un acuerdo firmado entre ambos países. El
gobierno juraba que ello cubriría la demanda futura de energía y atraería más inversiones, más ‘desarrollo’ para los nativos, más dinero para construir escuelas y postas médicas en una zona donde siete de cada diez niños padecen desnutrición crónica y apenas terminan la primaria.
Eran buenas noticias. Pero Ruth Buendía no creía en ellas. A inicios del 2010, un equipo de ingenieros de CARE y la fundación inglesa Rainforest viajaron hasta el cañón de Pakitzapango para hacer estudios. Las mediciones de sus GPS y las simulaciones digitales de sus computadoras sólo corroboraron lo que ya sospechaban. La laguna artificial creada por la represa iba a inundar más de 700 kilómetros cuadrados de selva: como sepultar bajo el agua la cuarta parte de la ciudad de Lima. Diez comunidades perderían el 65% de sus tierras de cultivo y serían desplazadas hacia las partes altas del bosque. El gobierno peruano nunca consultó a los asháninkas del río Ene si estaban de acuerdo con ese plan, a pesar de que en el país existe una ley de consulta previa y convenios internacionales que exigen hacerlo.
—Es como si el gobierno se metiera a tu casa sin pedirte permiso y dijera: señor, hemos encontrado petróleo debajo de su terreno. Así que retírese, por favor, es de todos los peruanos —dice Buendía, mientras el bote se aleja de Pakitzapango—. ¿Qué harías pues? ¿Te vas, nomás?
Ruth Buendía se enteró de la noticia al encender la radio en su oficina. Hasta ese momento, a finales del 2008, había enfrentado a aquel traficante de madera ilegal y a Pluspetrol, petrolera argentina que intentaba explorar tierras asháninkas que el Estado le había dado en concesión sin consultar a los nativos. Pero construir una represa en el río Ene, como anunciaba la radio aquella mañana, era un peligro superior.
Las represas de todo el mundo han inundado en total una superficie del tamaño de España. Sus depósitos contienen tres veces más agua que los ríos de todo el planeta, y generan el 16% de toda la electricidad que consumimos. El problema —informa la Comisión Mundial de Represas— es que más de 80 millones de personas han sido desplazadas debido a ello, que es como expulsar a todos los alemanes de su propio país para construir hidroeléctricas.
El equipo de CARE intuyó la amenaza y pidió asesoría a ingenieros, contrató a una abogada y enviaron solicitudes a los ministerios para saber qué pasaría con ellos, a dónde iban a ir. Durante varias semanas Buendía visitó las comunidades asháninkas para informar sobre los impactos de Pakitzapango. También viajaba ocho horas en bus de Satipo a Lima para entrevistarse con funcionarios del Ministerio de Energía y Minas. La respuesta era siempre la misma: que lo sentían, que no podían hacer nada, que era un proyecto de ‘interés nacional’.
Cansada de esperar, Buendía inició una campaña para exponer el peligro que corría su pueblo, con ayuda de la cooperación internacional. En marzo del 2010 viajó hasta Washington para demandar al Estado peruano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Ruth Buendía y un abogado contra 12 funcionarios. La dirigente asháninka visitó una decena de países —entre ellos Inglaterra, Noruega, España, Francia, Bélgica y Holanda— para juntarse con ministros del ambiente y banqueros que financiaban proyectos hidroeléctricos en el Amazonas. Incluso se reunió con ejecutivos de la constructora Odebrecht —inversionista del proyecto Pakitzapango— y los ministerios de Energía y Relaciones Exteriores de Brasil para dialogar sobre el tema.
A finales del 2010, la Comisión envió una carta al gobierno del Perú pidiendo que se garantice la protección del territorio asháninka. El gobierno no tuvo otra opción que detener el proyecto, y un año después Odebrecht se retiró de Pakitzapango diciendo que respetaría la decisión de los nativos. Ruth Buendía y CARE habían logrado paralizar la concesión sin hacer marchas, quemar llantas o bloquear carreteras. Algo poco frecuente en el Perú, donde según la Defensoría del Pueblo hay más de 100 conflictos sociales cada año causados por impactos ecológicos.
Por esos días, Ruth Buendía esperaba su quinto hijo. También había empezado a estudiar Ciencias Políticas en la universidad. Cada tarde después del trabajo, iba a clases y regresaba agotada a casa cerca de la medianoche. Casi nunca llegaba a tiempo para la cena. Su marido solía levantarla a las cuatro de la madrugada y ayudarla a estudiar para los exámenes. Los viajes la alejaban de casa durante días. Sus hijos le reclamaban que nunca asistiera a las actuaciones de la escuela. Algunos familiares le decían que tenía abandonados a los niños. Ruth Buendía intentaba cumplir con todo, pero no podía. Entonces su embarazo se complicó y abandonó la universidad luego de un año, frustrada por haber reprobado casi todos los cursos.
Sus opositores políticos dentro de los asháninkas se endurecieron. Querían la construcción de la hidroeléctrica y la entrada de las petroleras y empezaron a desprestigiarla. La acusaban de ser hija de terrorista, madre soltera sin preparación y de impedir el progreso de su pueblo. Los jefes de tres comunidades se
separaron de CARE para crear una organización paralela. Ruth Buendía, uno de los 100 personajes más influyentes de Iberoamérica en el 2012 según el diario El País, de España, recuerda aquella ruptura como su primera derrota.
—A veces no aguanto más y digo: “Bueno, si quieren que entre la petrolera, la hidroeléctrica, ¿entonces qué hago acá?”.
Hubo un tiempo en que la dirigente solía hacerse esas preguntas con frecuencia. Sobre todo cuando los ataques llegaron de su propia familia.
Durante los días en que la lucha contra la hidroeléctrica de Pakitzapango y la oposición de otros dirigentes asháninkas empeoraba, su hermano menor robó un cheque por casi tres mil dólares de la oficina de CARE, destinado a proyectos sociales. Ruth Buendía tuvo que denunciar a su hermano y pedir un préstamo personal al banco para devolver el dinero. La dirigente de los asháninkas se alejó de su madre y sus hermanos por casi un año. En una asamblea tuvo que dar explicaciones ante todos los jefes de las comunidades. Una tarde, Ruth Buendía recibió la llamada del banco. Debía cancelar a tiempo las cuotas del préstamo para que no la multaran. Después de colgar, Ruth Buendía mandó a sus hijos a jugar un rato en el parque. Sin nadie en casa, la mujer que tres años después ganaría la batalla contra la construcción de la central hidroeléctrica, se permitió llorar.
El cielo se oscurece rápido en la comunidad Boca Anapate, en la parte alta del valle del río Ene. Es el tercer y último día del congreso asháninka y Ruth Buendía quiere darles una noticia a los jefes antes de que anochezca. Al llegar al lugar donde están reunidos más de 40 dirigentes que toman masato, bajo un techo de calaminas, Buendía les muestra una escultura de bronce en forma circular.
—Parece una anaconda que se está mordiendo su cola, ¿no? —dice, y todos se ríen.
La estatuilla simboliza el poder que tiene la madre naturaleza para renovarse. Buendía recuerda que le dijeron eso la noche de abril del 2014 que recibió aquel trofeo en el teatro Opera House de San Francisco, junto con otros seis activistas de la India, Indonesia, Rusia, Sudáfrica y Estados Unidos. El premio Goldman. El Nobel Verde, le dicen. El premio ambiental más importante del mundo.
Durante diez días, Buendía estuvo de gira en San Francisco y Washington en homenajes y conferencias con líderes políticos y ecologistas. Dio entrevistas a la BBC y Fox News. La revista The Atlantic tituló: “The Woman Who Breaks Mega-Dams”. Incluso Robert F. Kennedy Jr. la abrazó, fascinado por su historia. Ruth Buendía era una celebridad ambiental y Lima la esperaba. La condecoraron en los ministerios de la Mujer, de Cultura y del Ambiente. La entrevistaron en la televisión y en la radio. Su foto salía en los periódicos. Pero esta tarde en Boca Anapate, un mes después de que tres mil personas la aplaudieran en San Francisco, sólo tres comuneros asháninkas levantan la mano cuando Ruth Buendía pregunta si saben algo del premio. Uno dice haberla
visto en la televisión de casualidad. Otro leyó algo en el periódico, pero no recuerda exactamente qué. Buendía sonríe y con paciencia explica en su lengua de qué se trata el premio, por qué se lo han dado. Luego dice “gracias, hermanos”. Y se sienta.
Pero nadie aplaude, nadie pregunta, nadie dice nada.
Entonces el líder que dirige la reunión explica una vez más, en asháninka, en qué consiste el premio. Luego de un rato todos parecen entender y aplauden.
—Lo que pasa es que sobre un premio ambiental nunca hemos escuchado —me explicará después Buendía—. Piensan que sólo en el fútbol te dan premios.
—Parece mezquindad, pero no lo es —dirá el antropólogo Óscar Espinoza, quien asegura no haber encontrado a un indígena amazónico que elogie a sus líderes—. Piensan que si lo hacen le harán daño, que el líder puede volverse soberbio. No los felicitan por hacer bien su trabajo, porque están haciendo eso: su trabajo.
Dos días después de presentar el premio ante los jefes asháninkas, Ruth Buendía volvió a Cutivireni, la comunidad donde nació. Al llegar, un primo suyo le gritó delante de todos lo que algunos dirigentes decían sobre ella: que el premio era mentira, que la empresa hidroeléctrica le había dado 80 millones de dólares para permitir que se construya la represa, que ellos no eran perros para que llegara con gringos a hacer fotos y luego irse. Buendía desmintió con paciencia a su primo. Minutos después, cuando todo se había calmado, dio un suspiro.
—Yo sabía que algunos podían usar el premio en contra mía, diciendo que la empresa me ha dado plata. A mí me duele que esto suceda en mi comunidad, en mi familia.
Es una tarde calurosa, dos días antes del congreso asháninka, y en la oficina de CARE Ruth Buendía ayuda a su hijo de seis años con la tarea del nido. La dirigente suele traer a sus hijos menores para que estudien o jueguen en el patio mientras ella despacha oficios, firma documentos, contesta e-mails, atiende a jefes asháninkas y autoridades. Es la única forma que ha encontrado de pasar más tiempo con ellos. Tiempo es lo que más necesita ahora, dice. Tiempo para llegar a casa y ver la telenovela de las nueve con sus hijos y su esposo, tirados en su cama. Tiempo para buscar mariquitas en el patio con su hijo de dos años, como esas que vieron una vez en Discovery Channel. Tiempo para criar a sus gallinas ponedoras y sembrar rosas en su jardín, a ver si esta vez puede conseguir que florezcan.
Por estos días, la líder asháninka que evitó la construcción de una central hidroeléctrica dice que quiere volver a la universidad y ser alcaldesa distrital en unos años. Usará la mitad del dinero del premio Goldman para educar a sus hijos. La otra mitad será para CARE y comprarle un nuevo motor al bote que tienen y que les permite llegar a todas las comunidades del río Ene. Les servirá para informar y unir a los asháninkas contra lo que para ella es una nueva amenaza.
Pluspetrol es el principal productor de gas y petróleo del Perú. En el 2005 el gobierno del Perú le dio en concesión un territorio amazónico de más de un millón de hectáreas, diez veces más grande que la ciudad de Nueva York. Debajo de él, en el subsuelo, abundan el gas natural y el petróleo. El problema es que todo el valle del río Ene —donde viven más de 20 mil asháninkas— está dentro de esa concesión.
—Dicen que con la petrolera vamos a tener plata. Pero nadie nos consultó antes —cuenta Ruth Buendía, con su voz firme y aguda—. Para nosotros eso no es desarrollo. No queremos estirar la mano ni regalos.
Un mes después de que Buendía recibiera el premio Goldman, un equipo de topógrafos de Pluspetrol ingresó sin permiso a una comunidad del río Ene para abrir trochas. Los nativos, enfurecidos, los echaron de sus tierras semidesnudos y los bañaron en agua de huito, un tinte natural de color negro que se borra de la piel luego de 15 días. Los topógrafos dijeron que se habían equivocado de lugar. La petrolera tuvo que disculparse.
—Las comunidades están bien informadas. Saben sus derechos, ya no los pueden engañar.
A las siete de la noche, no queda nadie más en la oficina.
El niño que colorea un árbol en una esquina de la mesa, interrumpe a su mamá para preguntarle si ya pueden ir a casa.
—Un ratito, mi amor —dice Ruth Buendía—. Estoy trabajando.
—No —dice el niño, sin dejar de pintar—. Estás conversando nomás. ■
Crónica escrita por Joseph Zárate –con fotografías de Antonio Escalante y Musuk Nolte– que forma parte del libro Una misma mirada a partir de muchas voces. Fue publicada por el MINAM y el MIMP en julio del 2017.