Estiércol contra la deforestación

Si hoy no fuera un día de finales de noviembre del 2014, y sí uno cualquiera de un año atrás, Maura se levantaría de madrugada, iría a la cocina, y encendería un fuego con leña para preparar el desayuno.

A media mañana volvería a repetir su acción, para cocinar el almuerzo. Y al atardecer, para la cena.

Antes de eso, cuando hubiera descendido algo el sol —porque en Senquelito el calor es muy intenso durante el día—, saldría en busca de madera. Caminaría
unos kilómetros, tendría que ir lejos, porque en el bosque seco cada vez quedan menos árboles.

Quizá iría sola. O tal vez le acompañaría Teodoro, su segundo esposo; o Alonso, el único de sus nueve hijos que aún vive con ella.

Pero hoy es el día que es y Maura, poco después de haberse levantado, no tiene que prender unas ramas de algarrobo, overo, faique, hualtaco, o zapote.

Simplemente le da la vuelta a una llave de plástico, acerca un fósforo a uno de los dos quemadores, y ya tiene fuego.

En la casa de Maura Serquén y Teodoro Llajahuanca utilizan gas.


Las casas de Senquelito, como en los otros 180 caseríos de la comunidad campesina de Santo Domingo de Olmos, en Lambayeque, no son ni muy grandes, ni muy pequeñas. Suelen tener planta rectangular, están construidas con adobe, tienen techo de calamina, y un cerco de varas de overo dispuestas de forma ordenada. La de Maura, de 57 años, es así. Al fondo está la cocina, bien ventilada, quizá porque parte del adobe se ha caído y deja a la vista las varas de madera, quizá porque nunca trataron de sellarlas del todo. En una de las paredes aún quedan huellas de hollín, pero éste ya no se ve en la base de sus ollas.

En la vida de Maura, como en la de todas las mujeres de la zona, hay dos acciones que ha repetido miles de veces, inseparables: cocinar (“Acá en el monte,
desde chiquillas. De nueve años mi mamá nos hacía cocinar”), y recoger leña (“Con cuatro años, mi mamá nos hacía ir a coger los palitos de leña”).

A los pies de Maura corretean dos de sus nietas: Génesis, de un año y medio, y Cari, de cuatro. “Sí, ya trae sus palitos secos”. Traía. Porque eso se ha acabado. Afuera, junto a la casa, hay una zanja, y en ella una gran salchicha negra de plástico de casi cinco metros, con dos pequeñas pozas de concreto, una a cada lado, todo cubierto con un toldo. Es un biodigestor, un tanque hermético en el que la fermentación del estiércol produce un combustible llamado biogás.

El de Maura y Teodoro no es el único de la comunidad. Hay otros 84 repartidos en este mismo caserío y en los de Tablones, Senquelo Cautivo, Cerro Teodoro Los Morales, Cerro Teodoro Los Monja, Mocape, y Hualcatal Chico. Los facilitó el Centro de Investigación y Desarrollo Antonio Raimondi (Cidar), una organización no gubernamental de desarrollo, en coordinación con los campesinos que dirigen el Comité de Gestión de Energía Limpia.

Este proyecto nació inspirado en el compromiso que el Perú había adquirido ante las Naciones Unidas para contribuir a la reducción de los efectos del cambio climático. Puesto que, hasta el año 2040, el consumo de energía crecerá ocho veces, al menos la mitad tendrá que ser renovable.

El biodigestor de estiércol para biogás protege el bosque
El estiércol fermentado produce biogás. Así se evita usar leña y se protege el bosque seco de Olmos, en Lambayeque, amenazado por la tala.

En el caso de los biodigestores, los medios y los materiales los aportó el Cidar —con la financiación del Fondo de las Américas—, y el trabajo de los propios comuneros. La sostenibilidad del proyecto, dicen en esta organización, pasa por que su instalación, manejo y mantenimiento “no dependan de técnicos o profesionales de afuera, sino de una práctica de campesino a campesino”. Por ejemplo: Teodoro, el esposo de Maura, su hijo Alonso, y su yerno Wilmer, casado con su hija Gisela, hicieron lo necesario para instalar el suyo; eso sí, con el apoyo del director del proyecto, Juan Valladares, un médico veterinario de 56 años; un ayudante; y un albañil.


¿Y por qué gas en lugar de madera? El bosque seco es un ecosistema tan imprescindible para los campesinos como amenazado por ellos mismos: “Talan el bosque para extraer leña para las cocinas, la venta del carbón y madera para la construcción de cajas de envases para frutas”, dicen en el Cidar. Esta organización hizo un estudio en 212 casas de cuatro caseríos, y calcularon la leña que una familia consume al día: algo más de 12 kilos. Esa cantidad multiplicada por tal número de familias y por todos los días del año arrojaba una cifra enorme: casi un millón de toneladas. Algo así como 1.817 árboles.

Esa depredación no se da solo en esos caseríos de Santo Domingo de Olmos, la comunidad campesina más grande de Lambayeque. Allí casi todas las familias utilizan la leña para cocinar. José Segura, un ingeniero agrícola del Cidar, de 63 años, lo tiene claro: “Cada vez el bosque seco es más escaso, y eso origina el avance de la desertificación de la zona costera”.

El uso del biogás también es una cuestión de salud. Su combustión no genera humo como el fogón a fuego abierto. Por eso se dan menos enfermedades respiratorias e irritaciones de los ojos, sobre todo en mujeres y niños, los más expuestos.

El biodigestor de estiércol para biogás produce gas para las familias
Maura ya no tiene que prender unas ramas de algarrobo o faique para cocinar. Hoy utiliza gas.

¿Y por qué estiércol? “La mayor parte de la actividad económica de estos campesinos es la crianza de caprinos y ovinos”, dice José. “Los crían en sus corrales y allí, en las noches, producen el estiércol. Y los corrales, por el cuidado del ganado, están muy cerca, pegados a las viviendas”.

Maura y Teodoro tienen 50 cabras en su corral, el doble de las que necesitan para el uso diario de su biodigestor. El Cidar estimó que con una veintena
de animales se podrían obtener 20 kilos de estiércol. Y estos, mezclados con 60 litros de agua, producirían gas suficiente como para cocinar el desayuno, el almuerzo y la cena.

Susan Palomino tiene 24 años, y está casada con el hijo de Maura, Rogelio Serrato, de 33. Ellos también tienen un biodigestor junto a su casa, que está a unos 50 metros de la de Maura y Teodoro. Esta proximidad es clave, porque no cuentan con cabras ni ovejas. “La familia de mi esposo tiene en cantidad, y de ahí nos repartimos el guano: mitad ellos, mitad nosotros”.

La vida de Susan ha cambiado varias veces en los últimos tres años.

Virgilio empleó ocho días para cavar la zanja del depósito con barreta y palana de su biodigestor.

Una: cuando ella, Rogelio y su primera hija abandonaron Huaral, en Lima —donde ella había crecido y se habían conocido—, para vivir en Senquelito. Dos: cuando comenzó a cocinar con leña, como las otras mujeres de la comunidad. Nunca lo había hecho. “Me levantaba a las tres, porque tenía que prender el fuego, y como no estoy acostumbrada, me demoraba una hora”. Y confiesa: “Llamaba a mi suegra para que prendiera la leña”. Maura asiente. Recuerda que lo primero que cocinó así fue arroz. Y que se quemó. “Mi esposo no tomó desayuno”. Y tres: cuando les propusieron instalar un biodigestor. “Fuimos los primeros de Senquelito”. Eso fue hace meses.

Desde entonces Susan cocina con biogás, y la comida —cuenta— no se le ha vuelto a quemar.


Entre Cerro Teodoro los Morales y Senquelito, está el caserío de Senquelo Cautivo. Es pequeño, como todos, con un puñado de casas desperdigadas en un paisaje árido, desértico, de bosque seco. Clarisa Soplopucu, de 59 años, vive allí con su esposo Lorgio Serquén, de 52. Su biodigestor fue el primero de todo el proyecto en probarse, así que Clarisa puede decir que fue la primera en cocinar con biogás.

Algunos creían que el combustible producido a partir del estiércol afectaría el sabor de los alimentos. “Sí, maluco, decían que por las cabras. Hacen un rumiado que tiene un olorcito, y por ese olor se imaginaban que iba a ser mala la comida”. Lo cuenta Clarisa, y se ríe.

La primera vez que giró la llave y salió gas por uno de sus quemadores lo empleó para hervir agua. Después la dejó enfriar. En su cocina le acompañaban el director del proyecto, Juan Valladares, y un ingeniero joven, Gustavo Segura. Les tendió un vaso con aquella agua a cada uno. Ella también se sirvió. Les miró y, antes de beber, bromeó:

—Si morimos, morimos los tres. Uno cae para acá, el otro para allá, y aquí nos encontrarán.

El agua no tenía ningún sabor extraño. Así que Gustavo, el ingeniero, le pidió:

—Entonces, ¿en la tarde me prepara mis chifles con mi arrocito?

Clarisa cocinó. Al rato llegó una vecina y le preguntó cómo sabía la comida. “Como si fuera gas natural que uno compra de fábrica”, le respondió. Y poco después apareció una de sus cuñadas. También desconfiaba. Clarisa le propuso: “Prueba la comida”. La probó y le dijo: “Es verdad, no sabe mal”. “Y de ahí empecé a cocinar”. Con biogás.


Crónica escrita por Raúl M. Riebenbauer –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Lecciones de la Tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

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