El minero arrepentido

Lo cuenta como una anécdota, rememorando una travesura infantil. Pero sus palabras transportan a una realidad hoy impensable, que habla de un río de aguas limpias y lleno de truchas en el que jugaba cuando apenas levantaba un palmo del suelo. “Estaba lleno de ellas. Y yo buscaba las más pequeñas, juntaba las dos manos a modo de cuenco, las sacaba y me las metía en la boca. ¡Me gustaba las cosquillas que hacían cuando me bajaban por el estómago!”, recuerda Juan Huaccharaqui, de 26 años de edad, sentado en la plaza de su natal Pampamarca, a los pies del imponente templo colonial de la Virgen de las Mercedes.

El relato está impregnado de una inmensa nostalgia. Mucho es lo que ha cambiado la comunidad campesina en pocos años. Los múltiples andenes que perfilan los cerros en los que está enclavada la población ya apenas producen. Y el Chalhuanca, el río al que se refiere, es hoy a su paso por la localidad una corriente de agua casi inerte en la que apenas nada ningún pez, bebe ningún animal y juega ningún niño. “Todos saben que al hacerlo se exponen a enfermedades de la piel y del estómago. Son los efectos de la minería ilegal en la zona”, asevera Juan con tono adusto.

No es una reflexión al azar. Este joven hijo de agricultores habla con conocimiento de causa y pena que no puede ocultar. Él trabajó como perforista para una minera cuando tenía 19 años. Y fue testigo directo del tratamiento mínimo que ésta le dio al agua de la zona en aquella época. Eran otros tiempos.


Juan se siente profundamente en deuda con su tierra. Y quiere trabajar para rectificar los errores cometidos. Los de otros y, sobre todo, los suyos. No se perdona haber contribuido a la contaminación del río de su comunidad. Quiere ser el “médico” que cuide esos árboles, esas plantas, esas flores y esos cultivos que tanto le apasionan. Y apuesta firmemente por la educación como una de las herramientas claves del cambio. “Antes de ir a la universidad no me daba cuenta del valor intangible de los activos ambientales”, precisa.

Hoy Pampamarca se abastece del agua de la laguna Auquiato, cobijada por el apu del mismo nombre. Pero los pobladores ya no se fían y velan minuciosamente por la limpieza de unas aguas sin las cuales no podrían vivir. Temen que los ojos de agua se contaminen con el mercurio que hay en la zona y que los relaves mineros se viertan en el río.

Juan (último en la fila) decidió estudiar Ingeniería Ambiental. Hoy enseña a los más jóvenes de Pampamarca sobre la importancia de este tipo de temas.

“La inversión minera debe hacerse respetando el ambiente, las leyes y las costumbres de las comunidades”, comenta este férreo defensor de las tradiciones andinas. Por eso, y para velar por la calidad del agua que articula la vida de su comunidad, Juan fundó junto a tres jóvenes más el Centro de Investigación y Liderazgo de Pampamarca-Aymaraes (Cilpa), cuyo objetivo es “trabajar en equipo, de forma permanente y multidisclipinar, los diferentes temas ambientales y los problemas asociados a ellos que afectan a la comunidad”. La organización promete.

Ya son 18 miembros, todos ellos de carreras tan dispares como Ciencias Políticas, Administración, Ingeniería de Minas, Ingeniería Ambiental, Ingeniería Agroindustrial o Secretariado. Y aunque sienten que les falta más apoyo, no desfallecen. Ideas no les faltan. Se reúnen cada dos semanas y trabajan en temas de educación ambiental y liderazgo. Hacen limpiezas de ríos, rechazan el uso excesivo de plástico y apuestan por la reforestación. Quieren hacer investigación, aprovechando el enorme potencial que ofrece que sus integrantes pertenezcan a diferentes ramas académicas. Y son parte del Centro de Manejo y Monitoreo Ambiental y de la Red de Voluntariado Ambiental Juvenil de Aymaraes. Saben que uniendo sus esfuerzos son más las cosas que pueden hacer.


Energía no les falta. Pero aún tienen una espina clavada que ya trabajan por sacar. Quieren que los adultos les reconozcan como interlocutores válidos y cuenten con ellos a la hora de tomar decisiones. “A veces no nos dejan opinar. Solo nos ven como mano de obra. Es hora de romper eso”, sostiene Juan con firmeza. Por eso colaboran de forma estrecha con la comunidad. Ya sea recogiendo de las cuencas de los ríos de la zona los innumerables plásticos y descartables acumulados, o en el yacca aspik, la ceremonia de limpieza de las acequias que irrigan las chacras de los campesinos, que se repite cada año en el mes de agosto, cuando éstas se preparan para la siembra.

En Aymaraes se respiran aires renovados: los adolescentes han empezado a preocuparse por su entorno.

Un acto común en la zona andina que se convierte en una gran fiesta en la que participa toda Pampamarca, tanto los adultos como los jóvenes, que representan aproximadamente una cuarta parte de esta población de 600 habitantes y defienden con ahínco las tradiciones del lugar y la recuperación de los andenes para cultivar la papa, la oca, el olluco y la mashua que ya sembraban sus ancestros, aunque con técnicas mejoradas.

“Los mayores quieren nuestra fuerza, pero no nuestras ideas. Ellos creen que por su experiencia lo saben todo, pero no es así. No quieren darse cuenta de que es mucho lo que nosotros, como estudiantes universitarios, podemos enseñar. Tenemos por delante, por lo tanto, un trabajo lento, que requiere de mucha paciencia. Pero esta nos sobra. Lograremos que cambien su forma de vernos. Ellos deben querer nuestra fuerza física, pero también la mental”, dice Juan con optimismo. El camino está trazado.


Crónica escrita por Carolina Martín, con fotografías de Omar Lucas, que forma parte del libro Geo Juvenil Apurímac. Fue publicada por el MINAM en el año 2015.

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Redaccion Apacheta

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