El hombre que mira al cielo

El hombre que mira al cielo sale de su casa y mira al cielo. Si el viento viene del oeste, y las nubes se ven negrizas, se dice, lloverá. Si viene del sur, quizá hiele. Se persigna, y se despide de su esposa y sus dos hijos pequeños.

El hombre que mira al cielo camina durante media hora a paso ligero. Es el tiempo que tarda en llegar hasta el centro poblado de su comunidad, Pumathalla, en la microcuenca Huacrahuacho, Cusco, a 3.900 metros de altura. Allí hay un local comunal; una posta veterinaria de inseminación artificial; la Institución Educativa 56163 de primaria; otra institución de educación inicial; una pequeña iglesia con la fachada color guinda, un rótulo pintado que dice “Comunidad cristiana”, y un minúsculo campanario blanco separado de la nave; un Centro de Servicios de Apoyo al Hábitat Rural, o Tambo comunal. Y una estación meteorológica. El destino del hombre que mira al cielo.

El Programa de Adaptación al Cambio Climático (PACC-Perú) la instaló en esta pequeña comunidad de 260 familias repartidas en predios dispersos, en abril de 2011. En la microcuenca Mollebamba, en Apurímac, también dispusieron una segunda estación. Ambas permitirían recabar información local del tiempo. Pero mientras aquella es automática, la de Huacrahuacho precisa una lectura manual. El hombre que mira al cielo es el encargado de anotar sus datos cada día. Se llama Silverio Choquenaira y tiene 50 años.

Antes de la llegada de este programa, la vida de Silverio era así: vivía en su casa de adobe y techo de paja con tres estancias junto a su esposa, René Pontecil, y sus cuatro hijos; cultivaba papa, cebada y quinua; trabajaba en pequeños cachuelos de construcción; y cuidaba sus cinco vacas, con cuya leche elaboraban queso, que vendían.

Nunca había escuchado hablar del concepto de cambio climático. Ya se había dado cuenta, claro, de que las cosas no son como antes: “En pleno mes de lluvia, cae la helada. O en los meses de sequía, cae la lluvia. No es como cuando era niño: lo seco, seco era; o la lluvia, lluvia era. Ahora no”. Además, se queja, el viento sopla con más fuerza. Y al mediodía ya no puede caminar qalapata, descalzo: “El sol es muy fuerte”. Lo que explica no es pura teoría: este año ha perdido la cosecha por una inusual helada en marzo, justo cuando florecían sus cultivos.

Silverio no sabía qué es la temperatura húmeda, ni tenía idea alguna de cómo funciona un pluviómetro. A través de un convenio con el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología (Senamhi), se formó a las familias de cuatro líderes campesinos para el control de la estación meteorológica. La de Silverio y René fue una de ellas. La segunda, la de sus vecinos Julián Mamani y su esposa Elsa Chino. Las otras dos abandonaron en el camino. “Y yo, con mi compañero Julián, asumimos esa responsabilidad de tener que leer el tiempo” en períodos, cada uno, de cuatro meses.

Gracias a las estaciones meteorológicas se accede a información valiosa para el trabajo en el campo.

Silverio —o Julián, cuando le corresponde— toma los datos tres veces al día: a las siete de la mañana, a la una de la tarde, y a las siete de la noche. Si lo calculara, descubriría que, en total, emplea cuatro horas para ir a la estación, recabar la información, y volver a su predio. Si él está ocupado, va su esposa. Y si ambos están atareados, se encargan sus hijos Santos (de 15 años) o Uber (de 12). Los otros dos, Hilda (de 20) y Fredy (de 18), no pueden, porque viven y estudian en Sicuani, a una hora y cuarto en vehículo. Sea cual sea el miembro de la familia que vaya — “Normalmente controlo yo, tengo más responsabilidad”, especifica Silverio—, anota la temperatura, la dirección y velocidad del viento, las precipitaciones, y la evapotranspiración, necesaria para conocer la pérdida de agua del suelo y de la cobertura vegetal. 

—Lo interesante es cómo, a partir de esto, se da un proceso de empoderamiento —aclara Lenkiza Angulo, coordinadora nacional del PACC—. Esa acción de medir, observar, y registrar no es mecánica. Interpreta lo que lee a la luz de sus saberes, de forma autónoma y espontánea.

Cada mañana, después de rellenar una ficha y escribir los datos en un cuaderno de páginas cuadriculadas, Silverio los difunde —al margen del camino que siguen hasta el Senamhi— a través de las dos emisoras de El Descanso, la capital del distrito de Kunturkanki. Lo normal es que le llamen a su teléfono celular desde Radio Santa Cruz o Radio Enlace. En alguna ocasión, les deja la información a la profesora Carmen o al profesor Cuéllar, de la vecina Institución Educativa 56163, para que sean ellos quienes hablen con las emisoras. Pero a él le gusta hacerlo en persona.

A veces, si se han registrado valores extremos, se desplaza hasta Radio Santa Cruz para dar algunos consejos a los oyentes. “Cuando baja la temperatura fuerte, voy a avisar. Porque de ahí viene que los niños y los abuelitos se enferman. Hay que abrigarlos con las ropas que tenemos de lana de ovino”. O cuando el pluviómetro indica una gran precipitación, “hay que tener cuidado con los riachuelos, con el caudal del río, no sea que los niños caigan. O los animales. De esta forma prevenimos. Yo saco mis conclusiones. Eso nadie nos lo dice en la capacitación”.

El agua es clave para la adaptación al cambio climático y el bienestar de las familias de Cusco.

¿Y puede saber cuándo va a llover o va a helar? “Una sondeada puedo dar. Pero no sé el futuro.” Cuando le piden que sea un visionario, Silverio recurre a los saberes ancestrales que le contaban sus abuelos: “Wichay lado kutiyuqtam wasitaqa ruwakuna siempre. Cuando el viento viene de la parte sur, habrá helada. Qasan qasanqa. Va a helar, va a helar. Uraymanta wayra qamun chayqa paran chayanqa. Y cuando viene el viento de abajo, la lluvia va a llegar. Parawayra qamushkan. Viene el viento de la lluvia.”

Cargado con todo ese conocimiento y con su experiencia de los últimos años, Silverio Choquenaira asistió en Cusco y Lima al InterCLIMA, un encuentro sobre el cambio climático. Y lo hizo orgulloso, vestido con el traje tradicional de Canas, como uno se lo imaginaría subiendo el Oqquesopa, el pequeño cerro que domina Pumathalla, para ver desde más cerca las constelaciones de las estrellas y predecir, así, el tiempo.

Con su casaca naranja bordada, su montera de tiras plateadas, su pañuelo blanco a los hombros, su poncho anudado a la cintura, su pantalón negro de bayeta con escarpines blancos, y sus yanquis, les dijo a políticos y expertos: “No se olviden de los campesinos. Por más plata que tenga la población, ¿acaso va a comer plata? ¡No! Los campesinos les llevan los alimentos. La alimentación es la base fundamental para el progreso de una persona.” Y aquel hombre, el campesino Silverio, el esposo de René, el padre de Hilda, Fredy, Santos y Uber, les habló de la necesidad de proteger sus tradiciones. Por ejemplo, el pago a los apus como el Laramani, de donde procede —les contó— el agua de Kunturkanki. Y les explicó que, cuando él era niño, aquel cerro poderoso estaba cubierto “por un poncho blanco”, de nieve. Ya no. Y les advirtió: “Sin agua no hay vida.” Palabra de Silverio.


Crónica escrita por Raúl M. Riebenbauer –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Yachaykusun: Enseñanzas andinas frente al cambio climático. Fue publicada por la COSUDE y el MINAM en diciembre del 2014.

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