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Es una fascinación mutua. Francesco de Sanctis, el audaz chef de 24 años, conversa con Victoriano Fernández, el enérgico e inagotable productor huanuqueño, de 57 años; bajo la apetencia del asombro. Un cálido Victoriano le ofrece la papa nativa pucca sonco –corazón rojo, en quechua–: “Ésta tiene la consistencia de la betarraga, pero sirve para sancochado, guisos y sopas”. Francesco atiende y sostiene ese limpio corazón rojo, mientras con la otra mano acaricia la ‘jejorani’, de inmejorable textura arenosa.
Es un domingo fértil en la Feria Agropecuaria Mistura, conocida con cariño como ‘Misturita’, ubicada en la cuadra 32 de la avenida Brasil, en donde, en poco más de un año, los pequeños y medianos productores agrícolas de todo el país ofrecen lo más puro y diverso de la gastronomía peruana.
El festivo Victoriano es una autoridad mayor en esta exuberante materia, presidente de la Asociación Nacional de Productores de Papa y Derivados del Perú, puede ofrecer hasta 500 variedades nativas y sonreír desde el paladar. Victoriano hace un malabar con la papa llamada ‘león’, de color morado y aura religiosa: “Esta es antioxidante, previene el envejecimiento. Mi papá la come, tiene 90 años y está sanito”. Francesco corrobora: “Sí, la ciencia lo ha comprobado: esa agua de papa tiene alcalinos que te cuidan del cáncer”.
Francesco de Sanctis ha inaugurado hace casi un año el restaurante Síbaris, en Barranco. Allí propone lo que define como “comida cómoda, pero con técnica”. En Mistura, ha sido invitado a cocinar en el Gran Mercado, el espacio donde –por primera vez en la historia de la feria– se encontrarán cocineros y agricultores para intercambiar conocimientos, hallazgos e innovaciones, y ofrecer degustaciones diarias y gratuitas al público.
Mientras tanto, Francesco se sigue deslumbrando con el patriarca Victoriano. “La papa huamantanga no es buena para el puré, te sale luego chiclosa, ligosa; son años de comprobarlo”, le escucha. “En cambio, la amarilla, tiene una textura que, hidratada con leche y mantequilla, te brinda un puré sedosito”, le agrega.
Este es, también, el encuentro entre la juventud atrevida por innovar, y respetuosa de la tradición, y la temeraria tradición, fecunda por enseñar sus secretos. ‘Sutil’, ‘suntuoso’, ‘suculento’, ‘picantito’: la conversación demuestra, luego, que hay un maravilloso Eros en la cocina peruana.
Y es que en ‘Misturita’ se asiste a una explosión de los sentidos, entre fervientes piñas del VRAEM, lulos coquetos de Oxapampa, papayas esbeltas de Chanchamayo y quesos provocadores de Matucana, cultivados con criterios orgánicos. “El contacto directo con el productor es fantástico. ¡Los cocineros necesitamos su sabiduría!”, exclama Francesco.
Y lo comprueba el prestigioso chef Flavio Solórzano, del restaurante El Señorío de Sulco, autor del libro “Ayara. Madre quinua”, quien ha contribuido a posicionar a la quinua como un insumo nutritivo en la dieta mundial: “El conocimiento, la clasificación y gran parte de la aplicación gastronómica ¡la aprendemos de ellos!”.
Pese a toda su experiencia, Flavio se sigue entusiasmando. Y así llega, con una mezcla de agradecimiento y expectativa, al puesto de venta de quinuas del fervoroso puneño Roger Pío Choque.
Y mira, con deleite, sus quinuas blancas: “No todas saben a lo mismo, hay blancas dulces y amargas; y hay transparentes que son más distintas aún. Muchos cocineros no conocemos la forma de uso, porque nunca hemos tenido estos productos a la mano, y ellos te lo explican. Nuestra historia gastronómica se va armando por piezas y, en sitios como ‘Misturita’, estamos reconstruyéndola”.
En Puno, Flavio aprendió a cocinar los chupes de quinua transparente. “Estos chupes no llevan leche, la sensación láctea te la da la quinua”. También aprendió de los puneños el uso de las hojas de quinua que, en algunos casos, son más nutritivas que el propio grano.
“Las quinuas como hojuelas son más rápidas de hervir y consumir. Si quieres hacer un apanado, no puedes recurrir a la quinua entera sino a la hojuela”, asegura el maestrito Roger Choque, de 36 años, de la comunidad campesina Huerta Huaraya, a ocho kilómetros de la ciudad de Puno.
“Las brillantes se usan para galletería. Mucha gente las quiere poner en la sopa, pero no vale la pena”, aduce y ofrece las quinuas llamadas salvajes y negras, que se llaman ayaras, y un tipo de brillante llamada ‘pasankalla’. Hay más de tres mil variedades de quinua en el Perú y las puneñas destacan por su finura y belleza.
“En un supermercado todo es aburrido, igualito. Aquí, con los auténticos productores, te encuentras con verduras, frutas y granos diversos y sabrosos, vives el asombro cada fin de semana”, afirma Flavio.
Y, si lo escuchara, asentiría la chef Mónica Kisik, quien atiende –atónita y sensitiva– una clase ferial de Elsa García Gamboa, la productora de chirimoyas y paltas de Huarochirí: “Reconoces cada tipo de chirimoya por la forma de las escamas. Si están en punta tiene buen dulce, no tanto si están pegadas, y si son más grandes es otro el saborcito, más líquido”.
La chirimoya es una fruta oriunda del Perú, se encuentra representada hasta en cerámicas preíncas, y requiere, para su cultivo, una altura superior a los mil metros sobre el nivel del mar. Las chirimoyas de pulpa cremosa y blanco resplandor de Elsa miden entre 7 y 10 centímetros. “Y te curan de la depresión, yo las he usado”, cuenta esta inmigrante ayacuchana, que llegó a los 18 años a la sierra de Lima huyendo de la violencia senderista, sin saber hablar español.
Mónica la escucha, encandilada. Doctorada en Biología Molecular, en Europa, ella abandonó la carrera para ser chef y ha regresado al Perú hace poco, luego de 10 años entre Madrid y Berlín. Hoy es la jefa de cocina del IK, el restaurante creado por su primo Iván, antes de su muerte.
En ‘Misturita’ siente el calor maternal de Elsa: “Yo cocino desde los ocho años y lo que más siento es ese lado familiar de la cocina. Mi mamá siempre coleccionaba recetas, y de mi abuela me viene ese lado de la cocina con amor. Además de mi primo Iván”. Y es que, cuando Mónica y Elsa se conocieron, lo que más se sintió fue la milenaria atmósfera de sabor familiar.
“Yo también cocino por mi abuela. Y las plantas son como mis hijos y converso con ellas; siento si están tristes o no. Y también se te aparecen en sueños, ¡es la Pachamama!”, revela Elsa, quien para tener chirimoyas tan jugosas y brillosas le hace ‘paguitos’ de flores y coquita a la prolífica madre tierra.
Luego de conocerse en ‘Misturita’, los tres chefs y los tres productores deciden celebrar el fructífero encuentro y preparar platos con los productos adquiridos, mientras más inesperados y espontáneos mejor. Mónica Kisik se ofrece de anfitriona para el súbito ágape de la biodiversidad en el restaurante IK, de Miraflores.
La cocina es como una gran gruta encantada. Francesco lo piensa, ensueña y propone preparar un tiradito de papa nativa. “Pero la papa roja se deshace como plástico, es por la tierra”, advierte Victoriano. Y mientras Francesco se inspira, Victoriano lo arroba con historias: “Las papas ‘shacce’, alargaditas y de pulpa amarilla y la ‘caramarquina’, de pulpa blanca, son tan finas que solo las utilizábamos como regalo para los compadres y las visitas”.
Poco a poco se va sintiendo un picor, un aroma a hogar, como si la comida también ofreciera candor y protección, mientras Victoriano continúa: “La papa reina de mi pueblo era la ‘reiguana’, que tiene olor a rosa que te enamora y la cargan las mujeres, en una danza agrícola, cada 24 de junio, mientras los hombres se disfrazan de venados, zorros y picaflores”.
A cinco metros de ellos, Flavio recoge un limón para bañar una quinua desnuda. Roger, quien vio a esa quinua nacer y madurar en su campo de Puno, lo observa, orgulloso.
“La mezcla del limón con quinua es buenaza, Roger”, saborea Flavio. “¿Vas a usar culantro de condimento?”, pregunta el experimentado productor, a quien se le hace agua florida la boca. “No, el culantro pesa mucho”, responde de inmediato el chef, quien va a innovar un cebiche huachano caliente de quinua, a la manera andina, utilizando cushuros –algas de lagunas altoandinas– en vez de algas marinas.
A otros cinco metros, Elsa mira el corazón de la chirimoya: “Es como una flor bonita, aromática”. Mónica le alcanza una cucharita y le pide que le dé su veredicto constante, mientras complementa con caramelo y manjar blanco el postre en ciernes: dulce de leche con chirimoya.
“El limón que le estoy echando es para que no se oxide y se ponga negra la pulpa”, le explica Mónica. “Lo más importante es lo más fresco, el sabor del momento. Me gusta que se vean los hoyitos de las pepas”, añade, en plena seducción culinaria.
Existe un sutil acto de equilibrismo en la cocina: Victoriano pela las papas ‘jejorani’ con la maestría de quien juega al cubo mágico. Mientras cuenta: “Las ‘yunqu guagacho’ son las papas piñas. La futura nuera tenía que saber pelarlas para integrarse a la familia; si no, no era aceptada. Si lo hacía bien, celebrábamos con la papa ‘pampamachay’, que está un año en las alturas y mientras más arrugada, es más dulce”.
Francesco, en puntas de dedos, recibe las papas cortadas para agregarles ají amarillo, sal ahumada de romero, pimiento, aceite de albahaca también ahumada y requesón rozagante. “Es un plato frío así que, ahora, viene la leche de tigre”, anuncia Francesco, con voz que saliva. Y Victoriano bromea, crocante: “¿No hay de tigresa?”. La alegría de ambos le da calor al plato.
A su costado, una carapulcra al estilo mole, con 75% de chocolate de cacao, ají charapita y dados de paltas, también se saborea con sonrisas sustanciosas.
“El nuestro tiene que ser un cebiche caliente porque así le da un golpe de sabor, el calor comparte y penetra el paladar”, asegura Flavio Solórzano. Y el eximio Roger asiente y le pasa el perejil, fragante y tenue, que reemplaza al denso culantro.
Flavio esparce cebollitas chinas y ají limo. Roger no se resiste y prueba tantito. “Uffff, sabe a cebiche y te deja el sabor de la quinua, no me imaginé esta combinación”, se deleita. “Ya vi el truco, cuando llegue a mi pueblo lo preparo, hasta que llegue a ese sabor único no paro”, habla hasta por los ojos, frente al humeante plato.
En tanto, al otro lado de la cocina, la piel sucumbe al dulce. “Qué esponjoso, cómo has preparado algo tan rico en tan poco tiempo”, le dice Elsa a Mónica, como si libara el fruto. Y Mónica la mira como diciendo “la maga eres tú que has cultivado esa chirimoya de otra dimensión”.
Elsa le pide que le permita rellenar los huequitos de las pepas de chirimoya con barritas de almendra. La productora está embelesada y se embadurna los dedos como niña dichosa. Mónica unta el mus y su sonrisa es una golosina también. Hasta el aire tiene ya un sabor cremoso aquí, como si hubiera caído un rocío de confituras.
Los platos ya están listos y los cocineros y productores se sientan a la mesa para saborearlos. ‘Estimulante’, ‘calientito’, ‘tentador’, ‘irresistible’: es el Eros de la biodiversidad peruana en pleno. Luego piden un brindis por esta alianza de tiempos y texturas, de apetitos y altitudes, de sazón ancestral, experimentación y gozo. Con infinita salud. ■
Crónica escrita por Miguel Ángel Cárdenas –con fotografías de Antonio Escalante– para la Feria Gastronómica Mistura 2015. Fue publicada por el MINAM y el PRODERN.