A la candela, ni un palmo (de bosque)

Son veintiséis. Veintiún hombres y cinco mujeres. Otras veces han sido treinta. Hoy son menos, porque algunas mujeres se han ido a trabajar a los cultivos de uva. Están en el caserío El Morante, en la comunidad campesina José Ignacio Távara Pasapera, en Piura. Llevan palanas, machetes, hachas, rastrillos, y dos motosierras. Son una marabunta que lo devora todo a su paso, abriendo una trocha ancha, mucho, que además será larga, mucho.

—La candela, cuando viene, es terrible —dice uno.

—No nos vamos a parar ahí, a mirar, a esperar que venga. Jamás. Nosotros ya sabemos qué es lo que tenemos que hacer —dice otro.

A su alrededor hay algarrobos y zapotes, y arbustos como el overo y el faique. Si alguien pensara a simple vista que esto es el desierto y nada más, se equivocaría. Es el bosque seco, un milagro de la naturaleza.

Un bosque seco es peculiar: crece en tierras donde la evaporación llega a ser hasta 32 veces superior a la lluvia. Por eso hay árboles y arbustos que se desprenden de las hojas para sobrevivir, y otros que lanzan sus raíces a 50 metros de profundidad en busca de agua. Cuando la lluvia escasea, el bosque puede entrar en un prolongado estado de adormecimiento. Es la latencia.

Julia no recuerda la última vez que llovió en la comunidad campesina José Ignacio Távara Pasapera, una de las que conviven con el bosque seco. El hermano de su padre, su tío Eulogio, dice que fue en el 2010. Su otro tío, Julio, el hermano de su madre, dice que debió ser en el 2012. Otros aseguran que la sequía dura cinco años. Y algunos, que seis.

La salvación de este tipo de bosque ha estado siempre en manos de un fenómeno meteorológico y oceanográfico impredecible, El Niño, que paradójicamente resulta destructivo en otras zonas. Aquí todo reverdece tras sus fuertes lluvias. Los pastos llegan a alcanzar hasta un metro y medio. Así ocurrió después de los fenómenos de 1982-83 y 1997-98.

La falta de agua no es la única amenaza. También está la tala ilegal. Pero lo peor son los incendios.

Eulogio Castillo, de 60 años, tiene uno grabado en su memoria, aunque le cuesta precisar si fue en 1957 o 1958.

—Yo ya veía el humo, y mi mamá y mi papá decían: “¡Hay quema! ¡Hay quema!” —recuerda. Nunca olvidará esta imagen: los pezones chamuscados de una cabra que había traído su padre, Nicolás, para que les diera leche.

La memoria colectiva de la zona habla de un incendio anterior, en los años cuarenta, uno grave: durante nueve días devoró 50 mil hectáreas. Una superficie aún mayor, unas 70 mil hectáreas, quedó arrasada en otro gran incendio meses después del último Niño extraordinario, en 1998. Ya sin lluvias, los pastos se habían secado y se habían convertido en combustible. Lo más grave, sin embargo, fue la muerte de una comunera en el caserío Vega Honda, en José Ignacio Távara Pasapera. El último gran incendio se produjo en el 2012. Se perdieron ocho mil hectáreas más de bosque.

Fue entonces cuando los miembros de esta comunidad, formada por casi cuatro mil familias, se dijeron que algo debía cambiar, y decidieron abrir una trocha cortafuegos. Sabían que iban a necesitar ayuda. Y se la pidieron al Gobierno Regional.

La respuesta llegó desde el programa Norbosque, encargado de la protección del patrimonio forestal de Piura. Cuando el ingeniero que lo dirige, Abraham Díaz, de 69 años, llegó a esta comunidad campesina y vio la trocha que habían empezado a abrir, de apenas cuatro metros de anchura, les provocó:

—¿Es que están haciendo un camino?

—No —le respondieron—. Queremos cortar el fuego, porque esto del cambio climático, aparte que nos trae enfermedades y seca los árboles, nos quema los bosques. Ayúdenos.

—Entonces vamos a hacerlo, pero con técnica. De tal manera que, si se cae un árbol que está prendido, no llegue al otro lado. Y como aquí los árboles no son muy altos, hagámosla de tres veces su tamaño: de 30 metros.

Aceptaron.


En el kilómetro 41 de la antigua Panamericana Norte hay un conjunto de casas que tienen el nombre de ese punto kilométrico: San José Km 41. Es uno de los 25 anexos y caseríos de la comunidad campesina José Ignacio Távara Pasapera. También existe San Martín Km 30, Santa Rosa Km 32, Señor Cautivo Km 34 y, más adelante, Virgen de Guadalupe Km 44, Santa Cruz Km 48, y un simple Km 50.

En el lado derecho de la carretera hay una pequeña construcción de color azul con un techado de bambú que da sombra a los viajeros. Debajo hay una mesa y un par de bancas de plástico, y dos troncos de algarrobo a modo de asiento. Es la bodeguita de Santos Sernaqué, de 42 años. Junto a su negocio hay instalado un cartel grande de color verde en el que se lee: “Apertura de trocha cortafuegos para el control de incendios forestales”.

A dos kilómetros está el punto donde arranca esa trocha, junto a un algarrobo de unos 50 años. Unos pocos metros más adelante, sobre otro algarrobo más pequeño y con las ramas aserradas, se ve pintado en rojo: Km 0.

Fue allí donde comenzó todo el 15 de noviembre del 2013.

Era viernes. Acudieron 30 comuneros, tal y como habían acordado. Eran hombres y mujeres, en una proporción de tres a uno. Y empezaron a clavar sus palanas en las raíces de los arbustos, a arrancar hierbas y pastos, a talar árboles, a quemar sus tocones, y a rastrillar la tierra.

“La peor consecuencia que tienen los incendios es justamente que el bosque ya no se regenera. Así uno lo deje tal y como estaba, hay especies que ya no vuelven”. Manuel de los Heros lo sabe bien. Es ingeniero forestal, tiene 62 años, y una larga trayectoria en el manejo y uso sostenible de bosques secos. Su caso es paradójico: hasta hace 15 años estuvo “al otro lado de la orilla”, trabajando para la industria maderera. “Ahora cuando veo que cortan un árbol me duele. No lo volvería a hacer”.

Su reto no era sencillo: la trocha cortafuegos arrancaría en el anexo San José Km 41 y recorrería 30 kilómetros, nueve de ellos en la comunidad vecina de San Juan Bautista de Catacaos. Por sus dimensiones, esta trocha cortafuegos sería la más grande del Perú, y protegería unas 45 mil hectáreas de bosque.

El ingeniero Manuel de los Heros asumió el desafío de construir dos enormes trochas cortafuegos junto a 360 comuneros.

“Necesitábamos trabajar con los comuneros. Ellos conocen el direccionamiento del viento, clave en un incendio”, dice Manuel. También les hicieron caso cuando dijeron que cada 500 metros debían dejar un “árbol sombra”: aquí un algarrobo, allá un sapote, para que los caminantes o el ganado pudieran protegerse del sol. Recorrer a pie toda la trocha lleva más de siete horas.

Eulogio Castillo es un hombre respetado. Su familia fue la primera en asentarse en el kilómetro 41 de la Panamericana Norte en 1950. Ha sido dos veces el presidente de su comunidad. Ahora es su vicepresidente. Él fue el encargado de coordinar con los 360 comuneros —entre ellos tres de sus hijos: Segundo, María y Carlos—, que rotaron en grupos de 30. Procedían de los caseríos más próximos a la trocha. El presupuesto no daba para pagar jornales; eso sí, todos recibieron un pequeño incentivo por cada día de trabajo.

Para algunos comuneros, como Julia Castillo, de 48 años, los 30 soles diarios significaban mucho. Vive con su hija Leidy, la última de sus siete hijos, y apenas tiene ingresos. “Con esta sequedad, no tengo ni un animalito. Allá donde vivimos no hay pasto, no hay nada”.

Julia, como cualquier otro trabajador, como su padre —Pedro, un hombre de 76 años—, su hermano Rafael, o su vecina Margarita Naquiche, también debía avanzar 15 metros de largo por 30 de ancho cada día. “Yo doy la vida por el campo, porque es de nuestra comunidad”.

El 30 de julio del 2013 era martes. Ese día llegaron al kilómetro 30. Julia miró al faique que habían dejado en pie al final de la trocha. Daba buena sombra.


Es de madrugada. Un comunero se ha levantado a medianoche. Otro a la una. Una comunera a las dos. Así hacen los 26. Julio, Roberto y Víctor Elías les esperan junto a la carretera en sus motocar, para llevarles hasta El Morante. En el camino tendrán que hacer varias paradas, porque los motores se recalientan. Cuando lleguen, después de tres horas y cuarto, empezarán a trabajar rápido, para evitar el sol del mediodía.

Ya llevan abiertos cuatro kilómetros y 200 metros. Son los primeros de una nueva trocha de 20 kilómetros, también de 30 metros de ancho, que cruzará de forma perpendicular a la primera, y protegerá 15 mil hectáreas más. Si todo marcha bien, estará lista en tres meses.

—Es de mucha importancia. El bosque es nuestra vida —dice Julia.


Crónica escrita por Raúl M. Riebenbauer –con fotografías de Antonio Escalante– que forma parte del libro Lecciones de la tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

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Redaccion Apacheta

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