La conversión de los hijos del bosque

Sus grititos de gozo rompieron la tranquilidad de la mañana en esta comunidad nativa aislada en el corazón de la selva del Perú. Nada pudo hacer la profesora de inicial para mantener la atención de los niños. El zumbido era demasiado atractivo para que permanecieran sentados en sus carpetas. En cuanto se dio la voz de alarma, todos corrieron hacia el pasto, compitiendo por ser los primeros en verlo atravesar el cielo de Nuevo Saposoa.

“¡Néno! ¡Drooooon! ¡Oincanhue!”, gritaban y señalaban con sus deditos. El artefacto volaba por encima de sus cabezas. Unos se abrazaban entre risas, otros parecían bailar; solo los más intrépidos continuaron corriendo tras su estela. Bastaron unos pocos segundos para que la clase se trasformara en una celebración.

El término ‘dron’ está de moda en la comunidad nativa. Aunque no aparezca entre los más de cinco mil que recoge el diccionario shipibo del Instituto Lingüístico de Verano de Ucayali, las personas, especialmente los niños, lo nombran en todas sus conversaciones.

“Nuestros hijos ven la tecnología como un juego, aunque también entienden que sirve para proteger los bosques”, comenta Larry Cairuna, presidente del subcomité de monitoreo y vigilancia de bosques de la comunidad nativa.

Areas de bosque protegidas en Ucayali
La tala de árboles era uno de los grandes problemas en Coronel Portillo, en Ucayali.

Este grupo fue creado hace siete años, después de que los técnicos de la fundación norteamericana Rainforest llegaran con una propuesta basada en la tecnología para conservar los bosques tropicales. Hasta entonces, las comunidades shipibas de Nueva Saposoa y Patria Nueva apenas habían escuchado conceptos como ‘deforestación’, ‘cambio climático’ o ‘conservación’, y como ellas mismas reconocen, les tomó casi un año asimilarlos.

“Al principio rechazábamos todo lo que estaba relacionado con conservación porque pensábamos que ésta implicaba no tocar nada y que era una treta del Estado para quedarse con nuestras tierras”, recuerda Deivis Reátegui, vigilante del bosque en Nuevo Saposoa.

Roberto Guerra, al igual que el resto de sus vecinos en Patria Nueva –la comunidad vecina– talaba los árboles más apreciados sin preguntarse para qué más podían servir. “Los técnicos nos abrieron los ojos y aprendimos que nuestros bosques son más rentables cuando los conservábamos en pie”, admite el monitor.


Más de la mitad del territorio peruano está cubierto por bosques, una extensión similar al tamaño de Francia, lo que le permite aparecer en los primeros puestos de los principales rankings forestales: es el segundo país con mayor cantidad de bosques amazónicos, cuarto en bosques tropicales y noveno en extensión de bosques en general. Son, en total, 69 millones de hectáreas de un valor natural incalculable, pero seriamente amenazadas por la degradación y la deforestación.

Desde el inicio de este siglo, el Perú ha perdido un promedio de 125 mil hectáreas al año, una cifra comparable al 65% de la superficie que ocupa Lima, la capital del país. Los más de dos millones de hectáreas deforestadas demuestran que la relación entre la sociedad peruana y sus bosques ha sido de completo desconocimiento e indiferencia. Los bosques tienen recursos que podrían ayudar a mejorar la economía de las familias que viven en ellos, pero para lograrlo es necesario aplicar mejores prácticas y detectar potenciales mercados para sus derivados.


TEDDY CAIRUNA descubrió cómo era realmente su bosque a los 32 años; hasta entonces había sido un espacio invisible para él. Durante décadas, el B – R – U – M, B – R – U – M – M – M, B – R – R – R – R – R – U – U – U – M – M – M – M – M que producían las motosierras formaba parte del paisaje sonoro del bosque tropical donde el canto de las aves era irrelevante. Teddy lamenta que, cuando era un niño, no recibiera una formación sobre las propiedades curativas de las plantas del bosque y reconoce que le tomó mucho tiempo encontrar el camino para conectarse con su hábitat. “El bosque, que antes consideraba como un simple objeto, ahora se ha convertido en mi mundo”, dice el líder shipibo. Donde la mayoría de personas se verían expuestos a decenas de peligros, ahora es el lugar donde Teddy se siente más protegido. Cuando ingresa al monte durante horas lo hace con la excusa de comunicarse con la naturaleza, un diálogo que, según él, inicia al reconocer cada tipo de árbol, cuando recolecta hierbas medicinales o al descubrir las huellas frescas de los animales que merodean a su alrededor. “Mi primera sensación es la de recibir un soplo de frescor, sobre todo ahora que sufrimos las consecuencias del calor extremo”, confiesa.

En pocos años las temperaturas han cambiado demasiado: los períodos de lluvia se han acortado y, cuando llegan las tormentas, arrasan los cultivos de maíz y yuca, provocando un serio problema de alimentación a la comunidad. El descampado, donde se asientan las 50 familias, se convierte en una laguna que les llega hasta la altura de los hombros. El resto de las estaciones, el nivel del río disminuye tanto que apenas pueden navegar en bote para sacar sus productos hacia los mercados que se montan en la orilla del río Ucayali.

Que los bosques ayudan a regular el clima es algo reconocido por los shipibos de ambas comunidades. También que, al tumbarlos para desarrollar sus actividades agropecuarias, liberan tal cantidad de CO2 que agravan el calentamiento global. “Cuando los primeros técnicos mencionaban la captura de carbono, nosotros pensábamos que se referían a la quema de madera cuando hacíamos carbón”, recuerda Larry Cairuna. “Nosotros, el pueblo shipibo, somos conscientes de que la extensión que ocupamos, comparada con el Perú, es muy reducida; pero, cuando conservamos nuestro bosque, de alguna manera cooperamos para reducir este grave problema mundial”, añade Teresa Waya, quien está muy sensibilizada con la mitigación. A finales de septiembre pudo dar este mensaje ante cientos de representantes de Naciones Unidas en Nueva York. Nunca había pisado una ciudad tan grande –con tan pocos árboles– y lo hizo para recibir el Premio Ecuatorial 2019 que el PNUD concedió a representantes de 22 comunidades locales e indígenas del mundo por poner en práctica soluciones innovadoras para hacer frente al cambio climático.

En países forestales como el Perú, la deforestación es la principal fuente de emisiones de gases de efecto invernadero. Por eso, si el país implementa con éxito todas las medidas de mitigación previstas para el sector Uso de Suelo, Cambio de Uso de Suelo y Silvicultura (USCUSS) logrará cumplir con más de la mitad de las reducciones de gases de efecto invernadero (GEI) acordadas para el 2030.


A Deivis Reátegui todavía le duele recordar cuando su hijo de cinco años le dijo muy serio: “Papá, ya no quiero que seas un depredador”. El pedido le llegó tan al alma que ese mismo día colgó la motosierra y se apuntó como vigilante del bosque. La conformación de estos grupos es la evidencia más tangible del cambio de mentalidad. Hace menos de una década los nativos desconocían los límites de su territorio y les resultaba muy difícil expulsar a los taladores ilegales. Tampoco recibían apoyo de las instituciones y se sentían solos. Cuando empezaron a tomar conciencia del problema se enfrentaron a colonos y especuladores de tierras, pero también a narcotraficantes que utilizaban la clandestinidad del bosque para producir cocaína en pozas de maceración. Sus permanentes amenazas de muerte convirtieron al monte en un lugar muy peligroso donde reinaba la ley del más violento.

Larry muestra en su celular la magnitud del desastre del año 2015. La imagen evidencia más de 250 alertas que se registraron dentro de su delimitación. Parece un mapa con sarampión, infestado de puntos rojos, que contrasta con la imagen registrada dos años después, donde ‘la enfermedad’ está erradicada.
En el 2019, Larry puede asegurar, sin riesgo a equivocarse, que la tecnología ha mejorado la vida de toda la comunidad. Ahora sienten el respaldo cercano de las autoridades ambientales y sus actividades de vigilancia son más seguras.

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Crianza de paiches en la comunidad Nuevo Saposoa, de la etnia indígena shipibo-conibo.

El sistema de alerta temprana es un proceso sencillo: cuando la plataforma informática del Programa Nacional de Conservación de Bosques para la Mitigación del Cambio Climático detecta el problema y envía una alerta, son los miembros del subcomité quienes reciben la información y localizan el punto
con exactitud a través de un GPS. Después se reúnen, fijan una fecha y determinan cómo llegar. Son expediciones que toman varios días –el territorio de Nuevo Saposoa es diez veces más grande que el distrito limeño de Miraflores– y en las que participan hasta ocho personas, incluida la responsable de hacer volar el dron sobre los árboles.

El artefacto, que plegado ocupa menos que una radio a pilas, cumple dos roles fundamentales: registra las evidencias con claridad, pero, sobre todo, reduce el riesgo de enfrentamientos entre nativos e invasores, como sucedía en el pasado. Una vez que el equipo regresa a la comunidad, las autoridades nativas convocan a una asamblea general donde, entre todos, deciden las acciones que tomarán.

“La primera vez que manejamos el dron nos dio mucho temor porque pensábamos que, para dominar este tipo de tecnologías, necesitábamos estudiar en la universidad. Pero estábamos equivocados. Era un tema de confianza y falta de oportunidad, y cuando nos la dieron, demostramos todo de lo que éramos capaces”, dice Teddy con orgullo. Lo cierto es que algunos compañeros, como Milton Agustín, confiesan que los primeros días el dron fue el protagonista de varias pesadillas que terminaban con el aparato estampado contra un árbol. Pero el temor de provocar un accidente aéreo fue menor que su perseverancia. Y, además, nunca sucedió ningún percance.


Si los bosques concesionados sufren la deforestación, en aquellos que permanecen como ‘no asignados’ –el 20% del total de bosques del país– el fenómeno se agrava. Cuando el Estado entrega un bosque a una comunidad lo hace con la intención de que ésta lo adopte y lo proteja como si fuera suyo porque tendrá que vivir de sus recursos. Es el caso de las casi 20 mil hectáreas que fueron reconocidas a Nuevo Saposoa y Patria Nueva.

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Asociación de Artesanas Rishin Kate de la comunidad nativa Patria Nueva.

El principal temor que muchos nativos tenían respecto a la conservación de los bosques fue debatido varias veces durante las primeras asambleas. “Si dejamos de talar árboles, entonces ¿de qué vamos a vivir?”, se preguntaban. A pesar del miedo, finalmente, optaron por hacerlo y fue una decisión valiente, aunque al principio no tenían claro cómo harían para asegurar el bienestar de sus familias.

En diciembre del 2017 el Programa Bosques llegó a la zona y reforzó la idea de que ‘conservación’ no significaba que el bosque sea un espacio intocable. En virtud de ello, el Estado firmó un convenio con ambas comunidades que, además de asistencia técnica, les pagaría diez soles por cada hectárea de bosque conservado, monto que además usarían para desarrollar actividades productivas, sociales y ambientales que fueran sostenibles. El acuerdo los comprometió
a utilizar los incentivos económicos en planes de inversión administrados por un comité de gestión formado por miembros de las propias comunidades. En
Patria Nueva rápidamente se organizaron en subcomités para impulsar, con un nuevo enfoque, la crianza de peces en cochas, la producción de artesanías y el aprovechamiento sostenible de la madera.


Las nuevas oportunidades han hecho que muchos jóvenes no viajen a la costa como lo hicieron sus padres para trabajar en empresas agroexportadoras. En Patria Nueva, el aprovechamiento de la madera da trabajo a 20 personas. La trabajan bajo un plan de manejo comunitario y con la supervisión de un ingeniero forestal contratado. Este año su declaración de manejo (DEMA) contempla la extracción de 220 árboles ‘maduros’ que, una vez talados y trozados, venderán con todos los permisos y guías reglamentarias a un aserradero de Pucallpa.

Pero no todos los árboles del bosque shipibo tendrán el mismo final. En la vecina Nuevo Saposoa, un gigantesco shihuahuaco (Dipteryx micrantha) aún se mantiene en pie después de 700 años –posiblemente retoñó durante la expansión inca–. Sus raíces profundas, su tronco grueso y robusto, y sus ramas, que crecen buscando la luz sobre los 50 metros, lo han convertido en el símbolo de la comunidad; bien podría tomarse como la metáfora de un país que demuestra la fortaleza de su compromiso ambiental.

“Antes, incluso, de cuidar los bosques deberíamos hacerlo con las costumbres ancestrales, porque si éstas desaparecen, los bosques también lo harán”, sostiene César del Castillo, técnico local del Programa Bosques que tiene a su cargo ambas comunidades. “Los bosques son fundamentales para cultivar nuestra identidad. El pueblo shipibo respeta a la naturaleza porque de ella obtenemos nuestro alimento, nuestras medicinas y nuestro material de construcción; el bosque es nuestro mercado y nuestro amigo”, insiste la artesana Teresa Waya.

La cultura shipibo está basada en la reciprocidad: ‘si yo cuido al bosque, el bosque me cuida a mí’. No siempre han cumplido con esta máxima, pero con sus últimas acciones las comunidades la están honrando. Aunque Teddy Cairuna nunca recibió este tipo de consejos en su niñez, sí los promueve con sus cuatro hijos. Adultos como él han notado con preocupación que las nuevas generaciones desconocen las especies, y cuando les dicen que sus abuelitos sanaban con el poder de las hojas, raíces y resinas, les suena a cuento. “Necesitamos fortalecer nuestra cultura y recuperar los conocimientos ancestrales, que son indispensables para que tengamos éxito manejando nuestros recursos naturales”, dice Teófilo Canayo, otro de los vigilantes.

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Baile de bienvenida de la comunidad Nuevo Saposoa para los visitantes. 

En tiempos de la dictadura del celular y la internet les resulta complicado captar la atención de sus niños con los mitos y leyendas que, durante siglos, les han servido para transmitir sus valores o establecer los códigos de conducta frente al entorno natural. A pesar de ello, en estas comunidades, que además forman parte de la zona de amortiguamiento del Parque Nacional Sierra del Divisor, existe una nueva sensibilidad: los más pequeños han comenzado a recibir clases de educación ambiental, y algunos jóvenes, como Isaac Agustín, que trabajan como voluntarios en el parque, están cursando estudios técnicos relacionados con lo forestal y ambiental. Se preparan para ser la generación que tome la posta de Teddy, Larry, Roberto o Teresa. Como dice la líder shipibo: “los niños son nuestro futuro y el bosque es el futuro de nuestros hijos”.


Crónica escrita por Xabier Díaz de Cerio –con fotografías de Omar Lucas– que forma parte de la serie de historias Acción climática del Perú. Fue publicada por el MINAM en el 2019.

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