Tocar puertas para salvar el planeta

Las calles de Arequipa experimentan un proceso de simbiosis que suele pasar desapercibido: cada mañana un grupo de mujeres recorre desde temprano distintos barrios para recibir bolsas con objetos reciclados por familias dispuestas a probar un cambio. El proceso es silencioso, discreto, pero genera beneficio en varios sentidos: mientras gran parte de la población se sumerge en el ajetreo y el tráfico cotidiano, los habitantes de la zona descubren que procesar sus desperdicios de manera ordenada ayudará a cuidar el ambiente, las trabajadoras del reciclaje obtienen recursos con la venta de materiales que antes debían buscar entre cerros de basura, y el ente gigantesco que es la ciudad arroja menos toneladas de residuos que contaminan su territorio y generan gasto. El Proyecto “Gestión Integral de Residuos Sólidos para el Desarrollo Sostenible e Inclusivo» –un programa del Ministerio del Ambiente con el apoyo del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo– es mucho más que una iniciativa eficiente de limpieza pública. Es una estrategia para cambiar la relación de una comunidad con su hábitat.

El cambio empieza en una casa de Yurac, una localidad a las afueras de Arequipa. La señora Gregoria Alicia Cruz, una sonriente apurimeña de 48 años, se levanta a las cinco de la mañana y empieza la rutina de madre que trabaja. En el fondo del terreno que comparte con el padre de sus hijos está la cocina, un ambiente con modestos muebles que suelen estar llenos de objetos recuperados: botellas de vidrio, utensilios domésticos, algo de ropa. Cosas que ella ha seleccionado por su cuenta para uso propio o para vender. Esta mañana, Alicia Cruz prepara un arroz con pollo que tiene muy buena reputación entre sus compañeras recicladoras y conocidos. Apenas queda listo, sirve su lonchera y deja la mayor parte en el horno: es el almuerzo que encontrarán sus hijos al regresar del colegio. En seguida, ella empieza la preparación personal, que incluye ponerse un impecable uniforme azulino, con botines negros, chaleco y sombrero para el sol. Cuando sale de su vivienda, la señora Cruz es una persona distinta a la que hace un tiempo debía rebuscar en un botadero para sobrevivir.

Todavía le queda una hora de trayecto para empezar a caminar. Es un miércoles con sol fuerte. La señora Cruz llega a una zona residencial de la ciudad e inicia una rutina por calles silenciosas donde apenas se percibe el ajetreo doméstico de los vecinos. El trabajo consiste en tocar puertas. En la primera vivienda, un ama de casa le entrega una bolsa color verde agua llena de botellas de plástico y ella le ofrece otra que vendrá a recoger en siete días. El intercambio es breve, pero amable: a lo largo de meses, la señora Cruz ha logrado establecer empatía con las familias que participan del programa, gente que se ha comprometido a segregar sus desperdicios y entregar los materiales reusables una vez a la semana. No parece un acto concesivo y eventual, lo que se nota es que los vecinos comprenden el beneficio de su trabajo, distinto al servicio de limpieza pública. Cada miércoles Alicia Cruz visita unas cuarenta casas.


Cada vez que recibe una bolsa, la señora Cruz debe depositarla a un costado del cerco perimetral del parque donde empezó la recolección del día. Al inicio unas bolsas no parecen demasiado, pero unas horas después el rincón se convierte en un pequeño centro de acopio donde se juntan varias señoras que han peinado las zonas aledañas: María Nieves Alanoca, Sofìa Tacca, Rosa Roselló, Cipriana Pocco, Martina Machaca y Alejandra Mamani. Todas son integrantes de la asociación Recicla Vida, en las que por ahora participan catorce mujeres. Vestidas con sus trajes de trabajo, clasifican en otras bolsas todos los materiales recibidos: botellas, latas, cajas de cartón, papel, chapas de plástico. A eso le llaman “segregar en la fuente” –de acuerdo a una jerga operativa que tienen muy bien aprendida en talleres de inducción–. A veces se filtra un CD, un adorno de madera, un carrito de juguete que puede ser salvado. Si algo no sirve en absoluto, ellas mismas lo llevan a los tachos públicos.

Recicla Vida es una de las dos asociaciones que participan del Programa de Gestión de Residuos Sólidos, promovido por el PNUD con apoyo de la Municipalidad Provincial de Arequipa.

El tercer momento del trabajo es la espera. Las señoras deben aguardar al paso del camión que llega para recoger los materiales, en ruta a un centro de acopio mayor con el que tienen un convenio. A veces la espera se prolonga unas horas, por lo que algunas sueñan con unir fuerzas para algún día comprar su propio camión. Cuando el transporte llega, un trabajador abre las puertas traseras y baja una balanza para pesar el cargamento. En seguida anota el peso de cada bolsa, que a la semana será sumado para calcular el pago de cada recicladora. Esta mañana, Alicia Cruz obtuvo dos bolsas de botellas grandes, dos bolsas de latas, cuatro bolsas de botellas chicas, una bolsa de periódicos, y una bolsa de materiales plásticos de distinto tipo. Una jornada aceptable.

Esta simple escena ya es un cambio en la vida de las integrantes de la asociación. Antes de esto, muchas trabajaban en alguno de los cuatro botaderos informales que había alrededor de la ciudad. Arequipa ha crecido y se estima que en la última década el aumento de residuos sólidos ha alcanzado un 40 %. Los puntos de escape eran focos de alarma ambiental y social para los centenares de personas que encontraban allí una forma riesgosa de ganarse la vida. Nada tan vulnerable como un ser humano en medio de los desperdicios de la especie. Hasta hace dos años, Alicia trabajaba en el botadero La Pascana, donde se mantenía desde los años noventa. Ahora es parte de una fuerza esencialmente femenina que moviliza los residuos segregados de unas 30 mil familias. Con ese trabajo logró que su hija mayor terminara la carrera de Turismo y Hotelería y ahora apoya a su hijo para que estudie la carrera de Psicología en una universidad.

Las participantes reciben talleres para la fabricación de productos artesanales, como libretas y monederos hechos de cartón, que luego venden en ferias de la ciudad.

“Lo que buscamos es mejorar las condiciones de los recicladores y recicladoras en función de la equidad y el tema de género”, dice Karla Bolaños, Coordinadora Nacional del Programa de Segregación de la Fuente y Recolección Selectiva de Residuos Sólidos, que depende de la Dirección General de Calidad Ambiental. El esfuerzo tiene sus antecedentes en las iniciativas lanzadas por el Ministerio del Ambiente en el 2011 para promover una cultura del reciclaje en 250 gobiernos locales de todo el país. Ese año, el Gobierno empezó a dar incentivos económicos a los municipios que cumplieran ciertas metas ambientales. En el 2014, el aporte del PNUD permitió fortalecer el proceso con el proyecto piloto que está transformando de a pocos Arequipa. “Fue un trabajo a todo nivel”, precisa Bolaños. Se hicieron estudios de mercado, se apoyó en asistencia técnica a los gobiernos locales, se formalizó a los recicladores y hubo campañas para generar la participación de la comunidad.


El inicio fue en sí mismo un proceso de recolección de voluntades. Al inicio hubo algunas resistencias en los propios recolectores, que vivían al día, concentrados en una actividad de sobrevivencia que no admite distracciones. Un grupo de voluntarios se encargó de convencerlos de los beneficios del programa. “Teníamos que contratar buses para traer a las personas que trabajaban en los botaderos a los talleres”, recuerda Silvia Tapia, coordinadora sub nacional de este proyecto, que es parte de la Iniciativa Pobreza y Medio Ambiente de las Naciones Unidas. Había que reforzar actitudes y competencias en los y las participantes. Se les dio una serie de charlas en base a cinco módulos: autoestima, comunicación asertiva, gestión local, relación padres e hijos y temas de género.

El primer ambiente a influenciar era el ambiente familiar. Los talleres permitieron aflorar los problemas domésticos que afrontaban varias de las participantes. Había casos de violencia física y psicológica por parte de los esposos. Una mujer fue expulsada de casa solo por ir a las capacitaciones. Otra madre tenía problemas para controlar la conducta de su hija adolescente, tanto en casa como en el colegio. Un tercer caso fue el de un señor que sufría constantes amenazas de sus propios hijos políticos. Todos sumaban esas cargas personales al reto de conseguir pocos recursos con mucho esfuerzo. El enfoque para manejar estos problemas fue un aporte del Centro de Emergencia Mujer, un servicio del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables para atender a las víctimas de violencia familiar y sexual. La psicóloga Naida Torres los ayudó mediante charlas, videos y dinámicas. “Al inicio sentían que perdían el tiempo que podían usar para generar ingresos. Al final, lograron mejorar sus relaciones familiares y laborales”, recuerda Torres.

Al final de cada jornada, las señoras hacen pesar los materiales recogidos, que son anotados por el concesionario para calcular el pago de la semana.

La señora Dorotea Challco fue una de las beneficiarias. Es una de las integrantes de la asociación Nuevo Mundo, otro grupo de recicladores que participa del programa de gestión integral de residuos sólidos. Su historia representa los progresos y también los desafíos de este esfuerzo. La señora Challco trabajó durante treinta años en la recolección en botaderos. Recorría el Cebollar, Paucarpata, Pampa Estrella y el mismo La Pascana. Fue la alternativa a la pérdida del negocio de panadería que una vez tuvo su esposo, quien ahora también participa en la asociación. Con ese trabajo logró darle una carrera a sus tres hijos: un militar, un radiotécnico y un mecánico automotriz. Ahora le permite mantener a una nieta de 13 años. No es sencillo. Antes, en los botaderos, los materiales eran abundantes y les permitían generar ingresos más rápido. El problema era el riesgo de salud y de violencia al trabajar sin control entre los cerros de basura. Ahora es una trabajadora urbana con uniforme, pero obtiene menos materiales reciclables y en consecuencia sus ingresos son menores. Todavía falta que más gente colabore con la entrega de sus residuos segregados.

Una tarde de jueves, la señora Challco camina por un sector residencial de Arequipa para recoger las bolsas que dejó la semana anterior. El sol está más intenso que nunca y hace la caminata más pesada. Hay vecinos que la reciben con gestos muy amables, alguno incluso menciona que dejó de hacer cosas para esperarla. Cuando Challco agradece, le dicen que al contrario, que ella debería recibir las gracias por el servicio que hace al ambiente, a la ciudad, a la sociedad. “Nosotros estamos en deuda contigo”, le dice un anciano que se acerca de manera espontánea para entregar un paquete de botellas de plástico. Ella recibe las bolsas y arma un atado con una antigua cortina que ahora es su herramienta de trabajo. Cada dos o tres casas, ella debe levantar el atado y llevar su carga a una esquina de acopio ubicada en un parque cercano. Tan solo ese trayecto agotaría a cualquier trabajador joven, pero ella debe mantener el ritmo por varias horas para visitar hasta sesenta viviendas.

El material más valioso es el papel blanco. Le siguen las chapas de plástico de las gaseosas y las latas. El proceso es meticuloso.

En el proceso debe afrontar la competencia de recicladores informales que pasan en sus triciclos y le roban sus paquetes, e incluso de cierto vigilante que trata de impedir que toque la puerta de las casas. “Lo hace porque también es reciclador, es mi competencia”, explica. La calle está llena de desafíos que muchos no vemos. El trabajo termina a eso de las 6 de la tarde, pero no es el fin de su jornada. Los días que cubre esa zona, ella llega a casa cerca de las 11 de la noche. Al día siguiente tendrá que peinar un nuevo sector de la ciudad. Esa tarde recibe una buena noticia: pronto recibirá una carretilla que le permitirá avanzar sin tantas idas y vueltas al punto de acopio. Dorotea Challco no tiene mucho tiempo de festejar. En seguida deja su carga, y vuelve con una energía inusitada a tocar puertas para salvar el planeta. ■


Crónica escrita por David Hidalgo –con fotografías de Omar Lucas– que forma parte del libro Una misma mirada a partir de muchas voces. Fue publicada por el MINAM y el MIMP en julio del 2016.

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Redaccion Apacheta

2 comentarios

    • Estimada Vera, muchas gracias por tu comentario. Efectivamente la calidad humana y profesional de las mujeres que forman parte de Recicla Vida son un espejo en el que debemos mirarnos/inspirarnos cada uno de nosotros y la sociedad peruana en su conjunto. Esta historia forma parte de un proyecto sobre cambio climático y género que realizamos en 2016. En Lima existen muchas iniciativas de reciclaje, afortunadamente cada vez más, pero en nuestro caso todavía no hemos hecho un reportaje al respecto. Queda apuntado!

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