El despertar de los manantiales

Las ranas saltan nerviosas de un lado a otro del cauce de agua. Se esconden en el barro y esquivan con soltura las azadas de los comuneros. Hacerlo es un ejercicio de precisión del que depende su supervivencia. A lo largo del hilo de agua que nace del puquio Ccelloquera, en las alturas de San Miguel de Checchepampa (Apurímac), decenas de hombres y mujeres trabajan. Están limpiando la acequia. Se mueven con rapidez. Quitan los sedimentos que impiden que la corriente fluya. Y cantan.

Algo más arriba, en el mismo nacimiento del ojo de agua, varios varones se encargan del mantenimiento de las putaccas (Rumex peruvianus), las enormes plantas que “llaman al agua” y mantienen la abundancia del manante. El ambiente es festivo. La música del arpa y el violín acompaña la danza de los niños, niñas y mujeres, que agitan sus ponchos y sus polleras al compás del viento. Una enorme bandera blanca rasga ondeante el intenso azul del cielo andino.

“Es nuestra forma de pedirle a la montaña que siga compartiendo su agua con nosotros”, explica Ana Rojas, técnica agropecuaria y primera mujer yachachiq experta en el cuidado del agua y bofedales de la comunidad Tinyac, mientras prende en su sombrero una ramita de raqui raqui “para que los apus no se enojen”. Todos los pobladores llevan una. La presencia de este helecho indica la buena salud del puquio. Las ranas también. Hace apenas un año que volvieron a la zona después de largo tiempo. Los mayores saben que su presencia es la mejor señal de que el Ccelloquera está de excelente humor.

Las decisiones de la comunidad se toman en asambleas que se celebran en días fijos de cada mes.

La ceremonia de conservación del puquio no solo marca la recuperación de lo ancestral ya casi olvidada por las últimas generaciones de San Miguel de Checchepampa, San Juan de Patahuasi y Tinyac, abocadas hasta hace poco a los monocultivos y la ganadería intensiva. También demuestra el alto nivel de organización comunal. Todos, grandes y pequeños, suben hasta el nacimiento de uno de sus principales ojos de agua vestidos con sus mejores galas. Se reparten las tareas. Bailan. Le ofrecen sus plegarias a la montaña para que no les falte el agua. Y después, siguiendo el principio de reciprocidad que guía la cosmovisión andina, culminan la jornada con el coccao o compartir de sus papas, sus ocas, sus mashuas, su chicha de jora y sus demás fiambres.

Llegar a Ccelloquera implica varias horas de camino a través de lomas extremadamente secas. La culpa del estado de la tierra es compartida. Al uso más intensivo del suelo en los últimos años, se une el sobrepastoreo del ganado y una variabilidad climática que trae heladas, granizos y nieve sin previo aviso, y que deja sin lluvias al campo por demasiados meses durante el calendario agrícola. “Ya no sabemos qué tiempo hará, pero una cosa sí sabemos, nos abrigamos menos que antes”, relata Prudencio Flores, también yachachiq del agua y presidente de la comunidad San Juan de Patahuasi. A los cerros parece no gustarles lo que ven. Por eso prefieren no mirar y cierran sus ojos de agua. La comunidad se ha propuesto despertarlos.

Las putaccas se limpian junto a los manantes para “llamar al agua” que discurre bajo tierra y aumentar así su caudal.

El puquio, rodeado por mallas que también protegen la ampliación de los bofedales circundantes, forma parte de las prácticas de restauración ecológica participativa, iniciadas en 2013 en San Miguel de Checchepampa, y es uno de los 9 manantes distribuidos a lo largo de 90 hectáreas que la población ha recuperado en apenas año y medio, con apoyo del Programa de Desarrollo Económico Sostenible y Gestión Estratégica de los Recursos Naturales (Prodern).


La victoria es de todos los pobladores. Primero identificaron los ojos de agua de la zona que beneficiaban a más familias y la elección se aprobó en audiencia comunal. Luego se organizaron las faenas, midieron las áreas, colocaron las mallas, sembraron las plantas que “llaman al agua” y recuperaron los pagapus ya casi olvidados. Finalmente establecieron las sanciones: 40 soles por cada planta comida por el ganado que ingrese a las áreas cerradas y 100 soles más en concepto de compensación. Funcionó.

Hoy los manantes comparten su agua durante todo el año. Y su caudal casi se ha triplicado en los meses de estiaje o época seca. Los 1.5 l/seg de antaño se han transformado en 4.1 l/seg que discurren sin tregua por las acequias que riegan los pastos en la época seca. La tierra comienza a sanar. Ya no hay pérdidas en los cultivos que sustentan la economía familiar. Tampoco mueren de sed las crías de las ovejas y las alpacas.

“El agua da la vida. Y lo habíamos olvidado, pero ya eso está cambiando. La comunidad ha tomado conciencia del tema. Ya no quemamos desmonte ni hacemos daño a la naturaleza”, afirma Prudencio mientras limpia las putaccas que rodean el puquio familiar. Está contento. Éste cada vez trae más agua como consecuencia de la recarga de los acuíferos de las zonas más altas, así que ya está pensando en ampliar el cerco que lo protege de sus animales. Algo más abajo todo indica que aflorará otro nuevo manante. Y sus pastos han mejorado notablemente.

Todo está bien conectado en la propiedad de este agricultor. Ha plantado pinos y queñuas que actúan como corta vientos contra las heladas y protegen sus chacras. Cultiva papa nativa, quinua, tarwi, haba, olluco, oca, mashua, trigo, maíz y cebada. Y como parte de su plan de recuperación del suelo degradado, seleccionó sus animales. Ahora tiene una docena de vacas, cuarenta ovejas y varias decenas de cuyes. Se acabaron los caballos “que comen tres veces lo que come una vaca” y los chanchos “que sacan el pasto de raíz y malogran los bofedales”.

Comuneros retiran con azadas los sedimentos que impiden que fluya el agua del puquio Ccelloquera.

Con la tierra mejorada y agua todo el año, la calidad de los cultivos está asegurada. Todo lo que se produce en el distrito de Huayana es 100 % orgánico, ya que nunca se ha permitido el uso de fertilizantes químicos en las chacras. Y su calidad ya comienza a ser apreciada en los mercados de Andahuaylas e incluso de Lima. “Nuestra tuna, por ejemplo, no es tan grande como la de Ayacucho, pero tiene mucho más sabor, es más dulce. Así que la gente pregunta por ella en los mercados de la ciudad”, afirma Víctor Rojas, yachachiq encargado de la conservación de las papas nativas y propietario de una de las 10 parcelas agroecológicas del distrito, mientras sostiene en su mano una de estas frutas.En su terreno, de unas tres hectáreas de extensión, hay prácticamente de todo. Él y su esposa, Marina Ccoycca, preparan compost con residuos vegetales. Siembran papa nativa, lechuga, col, cebolla, fresa, tintín, durazno, haba, tarwi, perejil, huacatay, retama de la quebrada y toccahuy. También tienen tres colmenas de abejas que les proporcionan rica miel. Un cerco vivo de queñuas que protegen sus huertos del frío y les proporcionan leña. Un fitotoldo en el que ya han cultivado maíz y rocoto. Y espacio para que vivan tranquilas sus vacas, ovejas, cuyes, gallinas y patos.

La comunidad ha recuperado nueve puquiales-bofedales y unas noventa hectáreas de praderas.

“Tenemos fuentes suficientes de proteína, tanto animal como vegetal. Casi no vamos a la tiendita, no lo necesitamos. Y todo es gracias al agua. Antes casi no teníamos, pero ahora la cantidad aumentó y podemos regar más a menudo. Siempre de forma controlada, por aspersión”, advierte. El sistema al que alude, además de ecológico, es económico. Tan solo hay que acoplar la manguera a una botella plástica previamente agujereada y elevada sobre el terreno con una vara de madera. Víctor abre el aspersor a modo de demostración. El agua comienza a gotear. Y él coloca la palma de la mano boca arriba. Quiere acariciar esa lluvia controlada que mantiene sus campos húmedos. A sus pies la tierra comienza a mojarse. El agricultor señala entonces el suelo y resume en apenas tres frases la labor incansable de toda una comunidad. “Esto es lo que nos mantiene caminando. Nuestra gran lección. Porque si algo hemos aprendido es que si le quitamos el espacio al agua para el ganado, al final nos quedamos sin agua, sin ganado y lo que es peor, sin tierra para cultivar”. A su lado, incesante, el aspersor continúa regando los plantones de fresas y hierbas aromáticas de una de las chacras más cercanas a su casa.


Crónica escrita por Carolina Martín –con fotografías de Omar Lucas– que forma parte del libro Lecciones de la Tierra. Fue publicada por el MINAM y la COSUDE en agosto del 2015.

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Redaccion Apacheta

2 comentarios

    • Augusto, muchas gracias por tu comentario y por consultar los contenidos de la página. Los conocimientos tradicionales tienen muchas de las claves para enfrentar el cambio climático con éxito y la recuperación de los manantiales es una de ellas.

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